viernes, 19 de abril de 2024

Tren ingresando a la estación


Esperá, porque antes del salto hay que encender todas las luces. Yo espero, pero es muy peligroso tener la palabra "salto" tan cerca de la palabra "tren". No están todas las luces encendidas. Todo el tiempo esperando para saber qué es lo que hay que ver. Nada, pero está el salto y, así con el tren, es como cuando la Luna se mete en alguno de sus cuartos y no me deja verla. No es a vos solo. Pero faltan luces por encender. Y tengo que seguir esperando. Sí, porque faltan. Para el salto, digo. Sí, sos igual que la Luna. No, la Luna no salta. Ningún tren pasa cerca de ella. Yo no lo sé. Apenas encienda las luces te lo digo. La Luna no tiene luz. Nada tiene luz. Sí, el salto sí. Pero esperá que enciendo todas las luces. Yo creo que hace mucho frío para tener que iluminarlo todo. El salto pasa por sobre el calor. Pero tenés que esperar, no están todas encendidas. Lo mismo da que el tren enamore a la Luna y ella le ponga rieles atravesando sus cráteres. Vos saltarías igual. No creas, no todo es un riel en la vía, también hay leopardos caminando con paso de alfombra entre los vagones. Y por eso hay que encender todas las luces. Los leopardos saltan. Pero sus manchas no. Eso depende de las fases, en Luna llena saben esquivar el tren como si fueran abejas con alma de búmeran. Pero ningún leopardo se enciende. Y ninguna Luna. Y pocos trenes saltan. Esperá, porque antes de que salte el último leopardo tengo que encender a todos los trenes. Yo voy a dormir en la Luna esta noche. Pero falta el salto. No, es muy peligroso tener a un leopardo manejando un tren sin luces. Puedo saltar yo, entonces. Podés dormir también, si quisieras. Pero la estación está vacía. No tiene nada de malo, ni de salto, ni de leopardo, sólo el tren ingresando. Nunca encendí las luces. No veo que eso cambie nada. Sí, un tren ingresando a una estación a oscuras es lo mismo que un leopardo devorándose la Luna y luego ahorcándose con un riel de acero por la culpa. Y todo a oscuras. Y vos sin saltar. Entonces buenas noches. Buenas noches. Y que descanses. Vos también. Acordate de las luces. Claro.

jueves, 7 de marzo de 2024

Como toda señal


Te siguen.
Por el río pavimentado de señales.
Por el ruido que hacés, te siguen. 

(Un ente vacío. Hasta que alguien me hable.)

¿Cuál sería tu forma si te siguiera
a pesar
de las señales?

El pavimento es un vacío que sufre de ojos.
Te sigue. Por el ruido que ve pasar. 
Sufre la luz de señales que no puede parpadear.
Por el ruido que hacés el vacío se rebota,
(como toda señal),
en forma de pavimento. 

En el momento en el que alguien me hable,
la forma será una voluptuosa fertilidad que,
de catarata en río y de sol en ojos, 
te seguirá por el ruido que hacés
en ese pavimento que nos dejó soñar.

miércoles, 21 de febrero de 2024

La idea de vidrio


Dos moscas.
Una de cada lado de un vidrio.
Mirándose. Buscándose.
Dando pasos cortos. Pasos de mosca.
Mirándose sin entender
la idea de vidrio.
Viéndose estar y no tenerse. 

Duró segundos.
Los suficientes para que me sienta
mosca.

Y, si no volé, 
fue porque olvidé las alas
en alguna otra vida
sin vidrios.


martes, 13 de febrero de 2024

Se unta el brillo ese


La mirada del otro siempre acaba de quebrarse
en algún tiempo.
(No hay dulce que no se amargue,
explica la sal enferma antes de volver 
a su mar.)

Y la disciplina esa de contener 
la respiración, acaba por esfumar
todo diccionario
de vuelos
posibles.

La sensación esa de despertar 
como el nuevo almuerzo del
enojo caníbal 
de cualquier 
causa.
(¿Con qué tenedor se unta el brillo ese 
de haber estado al llegar?)

Y al pasar por la garganta esa del ascensor
la otra mirada sube 
lo que todo baja,
y la puerta no se detiene en el
canto de esas
pupilas.
(Iris sin filo y córnea sin melodía.)

La mirada del otro
convence escaleras de olvidar peldaños
mientras acuesta, en un susurro, 
las nuevas y mejores 
causas para deslizar,
en el impermeable 
sueño,
un plato central del siguiente desayuno.

Llorar por la luz


No quiero hablarte a vos. 
Porque no podés oír. Esa es una de las consecuencias de no existir. 

Y vos sos muy consecuente. 
Sobre todo cuando no existís. 

Además, ¿cómo desarmo un contexto en triángulos cuando todas las palabras tienen cuatro lados? Preguntarías "¿cuáles?", si existieras. Entonces, lo que no te contestaría es que son: al norte, el olvido; al sur, el desprecio; al este, el sol del sonido y, al oeste, la mentira. 

Es imposible entender tu perfume cuando no existís. Pero a veces, por las mañanas, me gusta imaginar que logra levantarme de la cama. ¿Cómo ponerse vertical cuando nunca llegamos a ser paralelas?
"Las paralelas no se tocan", rezabas como un mantra, pero nunca logré escucharte por esa manía tuya de no existir. "Es tu oído", me decías, mientras yo hacía lo posible por lograr tu existencia. 

Todo lo posible.
Lo hubieses visto, de existir. 

Luego estaba la idea efímera esa de llegar al día del fin con el contexto armado. "No son cuatro lados", era lo que no decías. Y luego, "las palabras son redondas", callabas. 
Si hubieses existido, debería de haberme planteado el perímetro de la circunferencia tomando como base el color de tus ojos. Pero ya sabemos que, en el fondo, lo que no existe no hace más que mirarnos fijo esperando algún parpadeo triangular que le ponga nombre a su niebla. 

"Porque lo peor es la noche, ¿sabés?", era otro de tus mantras que jamás rezabas, 
Y, en esa carta que nunca escribiste, terminabas: "Durante la noche, toda palabra tiene relieve de sombra. Y, al querer pronunciarla, uno sólo logra llorar por la luz."

Entonces, al no haberte escuchado, prendía las velas en silencio y fingía poder dibujarte. armando tu recuerdo con el triángulo amarillo de cada llama.

lunes, 8 de enero de 2024

Luz ciénaga


Supongamos que seas luz.
Y que cada movimiento deje 
una línea abierta.
De voz.
Y que a cada dormir seas una noche.
En cada sueño un rastro.
De sombra.

Pero supongamos que nunca sepas apagarte.
Y que a cada mirada la bese una ceguera.
De cierto color que ahoga en la sed.

Entonces supongamos párpados
como pájaros en vuelo de ofrenda.
A cada sol, tu línea abierta.
Y a cada silencio, el rastro de tu pulso
en todo lo supuesto.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Saltar lo suficiente


Terminó de alisar por enésima vez su vestido sabiendo que no hacía falta y que sólo calmaba sus nervios. Estaba de pie a un metro de la puerta de su camarín y sólo pensaba. Esa noche. Lo podía cambiar todo, pero era esa noche. Ninguna otra.
—¿Amor?... ¿estás lista?
Los tres leves golpes en la madera movieron su muñeca instintivamente a abrir la puerta, sin pensarlo. Ganímedes observó a Sincredio sonriéndole. Le quedaba muy bien su traje de gala aunque, para ella, él siempre había tenido un aire cadavérico que no lograba dejarla tranquila. Quizá la extrema delgadez, quizá lo marcado de sus pómulos, no lo tenía en claro. Y cuando él le sonreía la amalgama con lo esquelético se acentuaba.
Ella lo miraba sin hablar. Y debió tener algún gesto extraño en su rostro que provocó que él resignara su sonrisa y la nombrara.
—Ganímedes… ¿estás bien?
—Sí, Sincredio, quizás un poco nerviosa.
—Suena raro… nunca me llamás por mi nombre.
—Vos tampoco.
—Pero es que… Ganímedes es hermoso. Dan ganas de usarlo. Aparte, sos el satélite más grande de Júpiter y de todo el sistema solar, ¿cómo no usarlo?
—Sí, pero ¿lo ves?... un satélite, ni siquiera un planeta o una estrella… algo que gira alrededor de otra cosa más importante.
—¡Pero sos bailarina!, y la mejor… ¿qué nombre más indicado podría tener una bailarina que el nombre del mayor satélite conocido?
—El nombre de una estrella. Y serlo. Y esta noche y todas las noches serían distintas.
Sincredio se limitó a dar un paso dentro del camarín y abrazarla. Despacio. Ya lo sabía. No podía desarreglar ni vestido, ni maquillaje, ni sueños cosidos en los volados.
—Peor el mío, amor… ni siquiera existe. Soy el producto de una mala pronunciación peor escuchada por alguna empleada con sordera.
Ganímedes sonrió y se dejó conducir por el pasillo. Alrededor, la agitación iba marcando lo cercano de la hora.

* * *

¿Cómo saber si llora un caballo?, se preguntaba Eustaquio con la cabeza apoyada en la ventana de su caballeriza. El olor a madera siempre lo calmaba pero esta noche no alcanzaba. Alrededor, sus compañeros dormían o comían con desgano. ¿Y si lloran y yo no lo sé? En realidad, su única pregunta era un pedido de ayuda para su desconsuelo. Él no quería llorar y ni siquiera sabía bien en qué consistía, pero su extraña capacidad telepática de entrar en las mentes ajenas lo había formado en una cantidad de conocimientos que lo abrumaba y lo confundía. Datos, historias, sensaciones, reflexiones, pero sin contexto ni educación. A veces temía sinceramente caer en la locura, pero la comunicación con su gran amigo Helmer solía consolarlo.
—¿Estás ahí?
—Hola, Eustaquio, amigo… ¿qué tal la noche en la Tierra?
—La noche es como cualquier noche, pero yo ya no lo aguanto más.
—Ay, no… ¿qué pasó ahora?
La mente de Eustaquio calló unos instantes y se esforzó por notar si había lágrimas rodando desde sus ojos. Pero nada.
—Lo mismo de siempre, Helmer, el maltrato. Ya no lo soporto. Hoy antes de salir para el teatro pasó y me tiró un manojo de heno y paja en la cara, gritando que cada vez me volvía más viejo y más parecido a un burro.
—¿Burro, dijo?, ¿en serio?
—No lo voy a repetir, Helmer, porque me duele mucho.
—Está bien, amigo. Mejor olvidarse. Pensá en otra cosa. Eh… ¿hoy es la gran noche aquí, no?
Eustaquio volvió a silenciar su mente unos instantes porque necesitaba ordenar lo que venía ahora. Era demasiado importante.
—Necesito pedirte un favor, Helmer. Y tiene que ver con esta noche.
—Lo que quieras, mientras pueda hacerlo desde aquí, obviamente… no olvides las distancias.
—Es que justamente lo que necesito que hagas va a ocurrir allí.
Ahora Helmer mantuvo su mente en silencio unos segundos, mientras relajaba sus tentáculos y dejaba que reposen sobre la superficie de polvo. El tema se tornaba serio.

* * *

Le dio el último beso, le soltó la mano y salió al escenario junto al estruendo de la música, los aplausos y las actividades febriles de la gente detrás de la transmisión. Ganímedes quedó entre bambalinas y miraba a Sincredio parado en el medio del escenario hablando, gesticulando, lanzando chistes y devorándose las cámaras como solía hacer. Lo sabía hacer. Ella sabía que lo sabía hacer muy bien. Y también sabía de su extrema crueldad. Esa misma capacidad para liderar una transmisión internacional, que abarcaba una función de gala y servía de preámbulo para lo que sería nada menos que el regreso del hombre a la Luna, contenía la frialdad necesaria para lastimar o herir a cualquiera. Sin detenerse. Sin sentirlo. Por eso ella bailaba y giraba. Siempre. Por eso ella no se detenía. Por eso las acrobacias y por eso su ansiedad por vivir en el aire lo más posible. Ya sabía de lo que Sincredio era capaz con quien mantuviera sus cuatro patas en la tierra. Más de una vez lo había acompañado a sus caballerizas y la experiencia no había sido grata. Ella tenía que volar. Girar. Siempre.

El tiempo se atropellaba dentro de sus nervios y sus manos alisaban continuamente un vestido ya liso. Escuchaba la rutina ensayada sin comprender y sólo sabía que llegado el momento alguien la empujaría a escena para hacer su número. Hablaban, presentaban, pasaban invitados, conectaban con el módulo que estaba llegando a la Luna, entrevistaban familiares, mostraban imágenes del pasado, sonaba la orquesta en breves pasajes, tandas publicitarias, gente que pasaba y le decía cosas, y su vestido liso, y su escasa o nula noción de la distancia que había hasta la Luna. ¿Lograría alcanzarla con algún salto? ¿Y quedarse allí para siempre? Había que girar. Volar. Siempre.

* * *

—Amigo, básicamente no tengo problema en hacer lo que me pedís, pero sabés que va a traer consecuencias.
—Claro. Eso es lo que quiero, las consecuencias. Quiero que ese ser horrible que me amarga la vida vea su carrera destruida por un desastre.
—Suena a mucho… Yo no quiero criticar tu idea, pero no sé si realmente todo va a funcionar como querés.
—Helmer, yo soy el que vive en la Tierra. Yo los conozco, conozco sus mentes y sé cómo piensan. Confiá en mi. Vos, querido amigo, sos un calamar gigante que nació y se crio en la Luna, de maneras que aún no comprendo, por supuesto.
—Ya te dije mil veces que no me digas “calamar gigante”, es ofensivo, yo no tengo nada que ver con esos pescados.
—Bueno, tampoco son “pescados”, acá un calamar es algo…
—Lo que sea. No soy de la Tierra. Lo único que me une a esa pelota celeste es nuestra amistad telepática. No me hagas replantearme mis amistades planetarias, que ya de por sí son pocas y siempre viven lejos.
—Bueno, bueno, Helmer… tranquilo, perdoná, prometo no decirte más calamar. Sólo te pido que esta noche, hagas eso. Un favor. Para vos no es ningún esfuerzo y a mi me cambiará la vida.
—Está bien, dejame ver qué puedo hacer. No te prometo nada.
—Confío en vos, amigo.
Luego el silencio y el olor a madera, relajando. Alrededor de Eustaquio todo estaba casi callado, apenas el reacomodarse de algún compañero, pero el silencio marcaba la noche en la caballeriza.

* * *

De vuelta entre bambalinas. Ganímedes ya había hecho su número, breve, tal lo pautado. Estaba agitada igual, le dolían los pies, algunos músculos de las piernas, sabía que se había esforzado más de lo normal, sabía también que era su noche porque jamás tendría a tanta gente del otro lado de una pantalla mirándola. Y sentía haberse roto en alguna forma. Quizás en alguna forma más que la muscular. Aún su mente navegaba en el residuo de sus nervios. ¿La Luna? ¿Y cómo llegar hasta allá? ¿Con qué salto, con qué paso? ¿La querría más Sincredio si ella pudiera llegar a bailar en la Luna? ¿La quería?

Ahora todos miraban las pantallas gigantes absortos. Un relato transmitido con voz mecánica se intercalaba con las palabras más terrestres de Sincredio en el escenario. Acompañaban esa hazaña con un silencio de expectativa. Las imágenes eran sorprendentemente claras para semejantes distancias. Aun faltaban minutos. Había relojes, números y contadores por todas las pantallas. Las manos de Ganímedes sostenían la tela de su vestido, pero sin alisarlo, sólo apretándolo. Sentía la necesidad de aferrarse a algo que le impidiera salir volando. ¿Qué podría haber tan arriba? ¿Qué podría haber mucho más arriba de sus saltos? Sus manos, la tela y el dolor de sus músculos eran en ese instante todo lo que ella podía llamar “hogar”.

La elevación del ruido ambiente y la excitación, que se podía percibir casi sólida, le dijo que lo más importante estaba por ocurrir. A su alrededor todos se movían de alguna manera. Ella se asomó apenas para poder mirar una de las pantallas y corroborar lo que el entorno le decía con su agitación. Llegaban. El módulo lunar había logrado aterrizar sin estrellarse, lo mencionaban porque era una de las posibilidades, y la gente festejaba en un descontrol que recordaba a un triunfo deportivo. En breves minutos más abrirían las compuertas y nuevamente, luego de tantas décadas, habría un hombre caminando por la Luna.

Sin saber por qué, Ganímedes se retiró de ese costado del escenario, dio unos pasos perdidos mientras la gente gritaba cada vez más. Algo dentro de su esencia había logrado que deje de importarle el espectáculo. Quizá, la nave aterrizada ya anulaba todo vuelo, todo movimiento, toda órbita o giro y entonces ella ya no tenía que ver con el tema. Ahora vendría lo usual, lo remanido: el hombre llegando a algún lado y meses enteros de festejos. ¿Qué podría haber de bello en pisar un suelo sin elevarse o girar, por más distancia que se haya recorrido? Pero algo pasó, algo que incluso logró que sus dedos suelten la tela de su vestido. El tenor de los gritos de la gente hizo que instintivamente se lleve sus manos al pecho, cubriéndose. Intentó volver a salir para observar alguna pantalla, pero una avalancha de gente descontrolada la tiró hacia un costado de las bambalinas y pensó que era mejor buscar refugio. Los gritos iban en aumento y no lograba entender nada. Sólo se quedó en su rincón entendiendo que fuera lo que fuera, debía esperar que pase. Hundió su cara en la tela del vestido y se imaginó a sí misma en órbita, girando, danzando más allá de la grandeza o la tragedia de lo que hubiese ocurrido.

* * *

En la oscuridad de la cabelleriza Eustaquio se preguntaba cómo lograría enterarse de lo que hubiera pasado. No tuvo la precaución de pedirle a Helmer que se lo cuente y, al ser un amigo, mantenía la ética de no entrar en su mente sin aviso. Así, pasaban las horas de la noche y la ansiedad lo mantenía despierto en medio del silencio absoluto. Hasta que, por fin, la voz resonó en su cabeza.
—Ya está hecho, amigo.
Ahora sí había lágrimas. Estaba seguro. Ni falta le hacía la luz para poder verlas. La emoción que sentía desbordaba sus ojos sin necesidad de comprobarlo.
—¿Fue sencillo? ¿Hubo algún problema? —preguntó Eustaquio con la incomodidad de casi no saber qué decir en una circunstancia así.
—Sí, la verdad que sí porque no venían preparados. Apenas dos seres humanos. Igual te confieso que la cara de terror del segundo casi me dio un poco de lástima. Pero bueno, un amigo es un amigo, y vos sabés cómo te aprecio.
—Helmer, nunca sabrás el favor gigante que me hiciste y cómo sanaste mi personalidad después de tanto desprecio vivido. Ahora ya puedo sentir una tranquilidad que trasciende todo lo que viva de acá en más.
—¿Ya lo viste a él?
—No, obvio, aún debe estar en el estudio de televisión y debe haber un desastre espantoso alrededor, puedo imaginarlo. Si bien lo que hiciste, para vos, puede haber sido no más que “la cena del día”, acá en la Tierra esto es una tragedia inédita.
—Sí… sí, puedo hacerme una idea.
—Sólo me di una vuelta por la mente de ella. Hace un rato.
—¿Ganímedes?, ¿la bailarina?
—Sí. Pero con ella no se puede porque la aíslan tantas capas de soledades que dentro de su cabeza sólo sentís giros, saltos, vueltas… ella sólo piensa en volar, siempre. No puedo ver mucho más que eso.
—Algún día voy a verla por acá, entonces… si logra saltar lo suficiente…
—Puede ser, pero en tal caso ni te atrevas.
—Ah… bueno —respondió Helmer sonriendo— no sabía que había algo de amor por ahí.
—Sólo que no te atrevas. Nada más.
—Tranquilo, amigo, aprendí de vos esas cosas que solés llamar códigos.
—Lo sé. Y es más… —Eustaquio hizo una pausa y prosiguió con cierto quiebre en la voz— te aseguro que después del favor que nos hiciste hoy, Ganímedes va a poder saltar lo suficiente.
—¿Y vos?
Eustaquio dejó que la pregunta de Helmer se entreteja con el aroma a madera del lugar y le respondió con una felicidad rara, que nunca había sentido.
—También.

sábado, 9 de diciembre de 2023

Didascalias para miradas que aún no se han escrito


Yo, que vi caer el fruto de Eva sobre el despertar de Adán, no puedo menos que hablar cara a cara con la Serpiente y decirle que es en vano todo. Que el hombre acabará por edificarle un zoológico a su alrededor y ella, tan salvaje en su introspectiva distopía de alardes y siseos, terminará pagando la entrada sólo para verse y no olvidar.

Cascabel del anochecer, ya nadie siente hambre por esas herrumbres con las que hipnotizabas a Eva, ya nadie busca en el diario noticias de tus colmillos. Ni saben de tu existir. ¿Que tu venganza es parecer que no y saber que sí? Sinuosa, pero no evidente. Y, lo que no evidencia, tarde o temprano no respira.

¿Lo sabías? Ya no respirás y el aire ni lo notó. No lo sabías.
Te llevo en mis brazos de pura pena y, quien se me ha cruzado, ha pensado en una verde manguera ajada por el sol de los años idos, en algún jardín olvidado. Un verde ido. Otro más.

El único recuerdo que te ilumina es la iridiscencia de la manzana que supiste guardar en tu interior. Y que por las noches repta, estrella a estrella, tratando de ubicar el satélite que aún comunica con la mirada de Dios. Languidece luego, en un silencio que sólo la ansiedad de tu cascabel interrumpe, y se guarda junto al amanecer, recordando que necesitás simular muerte para poder seguir viva.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Las miradas rotas


Pero resiste.
Desarmado en breves vínculos,
como ojos negros de ventanas rotas,
escama, hora por hora, 
el derrotero que sabe inútil
de cada uno de sus soles.

La calle ama su gris tranquilo
dando a entender que no necesita
de apoyo a la Tierra.
Sus cimientos son los pasos,
los neumáticos y las miradas rotas.

¿Vos a mi?
Y la educación de cada vereda
destrona el logro de la resistencia.
¿Dónde buscar un paraguas sin tela
que deje caer a todos los trinos,
desnudando el último temblor de Dios?

Yo a vos.
Escamando, en reversa, una genética
que descomponga la brújula del sol.
¿Podrás ayudarlo a salir solo de noche
y a volver temprano
para que el último temblor
del ocaso en el levante
nos convenza, quizá,
de ya no resistir?

viernes, 24 de noviembre de 2023

El amor de negarse a lo evidente


—Quizá siempre estuvo ahí y nunca lo vimos.
Mariela hizo el gesto de cerrar el bolso, pero estaba cerrado. Él evitó mirar su mano entorpeciendo el cierre porque necesitaba que ella siga intentando lo que ambos sabían inútil.
Luego, el sonido de vidrios estallando varios metros por encima de sus miedos no torció el rumbo de sus respiraciones. 
—Calculaba, anoche, que para el bautismo tendríamos que pedir sillas prestadas. 
Él miró las manos que ahora entrelazaban las manijas del bolso, como si hiciera falta superponer otro tipo de cierre. Mirar los dedos de Mariela era como deshojar meses de un calendario. Luego llegaban las uñas rojas para advertir de la Navidad, pero el tacto se empecinaba en cerrar. 
—¿No te parece?
Un golpe fuerte y seco. Cemento volviendo al cemento y desgranándose en obituarios de ladrillos liberados. Tiros lejanos con la cadencia de una nocturna máquina de escribir que parecía prometer no acercarse demasiado. Pero, pensaba él, todo papel se termina. 
—Cerrá el bolso, Mariela, porque se va a llenar de tierra. Están cayendo esquirlas.
—También podemos usar el sillón del comedor, si falta lugar —decía Mariela mientras obedecía y seguía buscando un cierre ya en su tope. 
Alguien pasó corriendo calle abajo y una serie de gritos encadenados en otro idioma les llegó a través de la oscuridad. Luego, otra vez la máquina de escribir y los gritos cesaron.
—Quizá siempre lo vimos, Gabriel, pero nunca estuvo.
Sentados uno junto al otro en ese banco de madera, el perfil de ella se recortaba apenas como un delineado pálido contra la oscuridad que los mantenía vivos. Y sin que Gabriel supiera cómo, alguna luz lejana le hacía brillar los ojos. Y bajaba el brillo, también, por la piel húmeda de su mejilla.
—Tengo una laguna... ¿se soplan velas en los bautismos?, porque sé que tengo algunas guardadas. 
Él volvió a mirar las manos de Mariela mientras otros vidrios, más arriba, también se unían a esa salvaje obertura que los introducía en un final golpe de orquesta. Apretaban las manijas del bolso y dejaba mover apenas sus pulgares, como si las uñas rojas necesitaran mantener algún tipo de señal en movimiento, visible para un rescate.
—Si nunca... hubiese... estado... no estarías cerrando el bolso, Mariela. 
Gabriel notó que los derrumbes que iban cercándolos le llenaban de cemento la boca y colocaban comas en sus oraciones donde no iban. Tragó saliva y buscó algo de esa tibieza que todavía dormía en el amor de negarse a lo evidente. 
—No te preocupes, no se usan velas. Se usa agua bendita y yo ya la tengo guardada. 
Y la abrazó, rodeando su espalda con el brazo izquierdo, mientras Mariela se inclinaba sobre el bolso cerrado y lo apretaba, susurrándole:
—Vas a estar bien... vas a ver que todo va a estar bien...

jueves, 23 de noviembre de 2023

Al dejar de llorar


Necesitás desarmar varios pares de tinieblas que parecen abrigar pero en verdad sólo se limitan a amar tu silencio, que sólo se quiebra al pedirle luz a la intemperie que suele hacer el amor con el rocío que estampa firma tras firma en contratos de utilidad resarcida, por lo posible de lo efímero, lo eterno y lo condescendiente con el pasado.

Al cabo de que nada quede de todo lo que acababa de quedar en absolutos impares de esas mismas tinieblas que se te abrazan temblando ante cada amanecer, la iridiscencia fortuita que suele quedar girando desganada en el fondo de cada caja dará un discurso recursivo, alertando a toda la clorofila circundante acerca de los peligros de la descomposición de la luz blanca a través de cada prisma de cada gota de rocío de cada párpado, que al dejar de llorar libera el prisma y la gota y los siete colores que se vuelven brazos que se lanzan por el sendero a ahorcar cromáticamente a todo lo que se atisbe gris. 
O negro.
Pero nunca retorno.
Jamás. 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Bocados de epitafio


Creo estar acercándome a un lugar peligroso.
Lo peligroso de estos lugares es, justamente, carecer de peligros.
No hay espinas en un vacío. Por eso es vacío. 
No agrede ningún precipicio. Agreden los relieves. 
No hay nada más peligroso que inexistir el peligro.
Entonces el miedo se nos derrite
y fluye más allá de cualquier argumentación carnívora,
vaciándonos de cualquier para qué. 
Entonces el cielo cree poder lloverse,
sin que nos enteremos de que cada mansa gota
grita ácido al fundir la piel de nuestros recuerdos.

Ya entrados en los años del descarne
nadie se detiene a contar los orificios en cada hueso.
Ver el amanecer a través de su decadencia de cartílago resignado,
causa el mismo níveo rictus de la llegada del café con leche. 
El ayuno aroma del dolor es una playa 
donde todas las sombrillas olvidaron llevar su sombra
y el sol sirve, en bandeja, exquisitos bocados de epitafio
para que aquellos que entren al mar
naden sus sonrisas más ilustremente atrofiadas
sin regresar jamás.

miércoles, 11 de octubre de 2023

No cuenta la espera


Cuánto hace
que no cambiás la piedra del molino
atada al cuello.
Y cuánto
que el surco desespera
en una fija canción de alambre.

Cuánto hace
y dónde lo deja
quien hiere al calipso con brotes
de recuerdo mal secado
en sábana blanca y piel de abeja.

Cuánto nace
al descarrile,
sin épica de brillo
ni hogaza al sol de vos,
en la noche de él,
mientras nosotros.

Cuánto yace,
sempiterno,
y sordo a todas tus manecillas
de relojes blindados de azúcar
en un camastro de agonía en sed.

Cuánto viaje
agazapado en el útero de la rueda,
piedra, molino, sol de última ingesta;
despertando el sesgo aterrado
voy por vos,
ya no cuenta la espera.

sábado, 5 de agosto de 2023

Eufonía ventral


Tengo un piano inmerso
en la cara opuesta del vientre
que alumbra la voz amarga
del ciego sol derrumbado.

De toda aquella exquisita fortuna
sólo cruza el puente un caballero.
Agita sus brazos
como un sombrero conversando el viento:
—Afonía de sol y aire nacarado,
el puente no los unirá por siempre. 

(Y el caballero viste un vientre
oscuro de soles en sus bolsillos
que vocalizan, junto al piano, 
todas las consonancias de la amargura.)

La cara puesta del vientre juega
un dominó de víboras entrelazadas,
arpas de arpegio y escamas de pieles,
afonías jugando a derretir esperanzas. 

Y el caballero (pero otro) toma asiento.
Rodea los hombros del sol con su brazo
y le cuenta, 
historias lunáticas de puentes sin sombrero,
ambientadas al piano, 
mientras el sol (pero otro)
va muriendo
ahogado en la insalvable voz
del amargo puente amnésico
en la última traza del vientre.

lunes, 10 de julio de 2023

Durmiendo al sueño


No me voy
sin volver antes,
previo al sueño que opina
que todo puente es hielo.

Ido.
Quedo.

Donde pasan los mismos
colores que opacan,
fluyendo,
o durmiendo al sueño 
en un pozo despierto.

Salpica viraje interno,
(inconsciente que opina),
desata luz un trayecto.
No quiero morir,
dice al llegar el camino,
ni volver 
sin abrazar lo ido
en un pantano quedo.

Asfixia insolente silencio
donde pesan ruinas
con el crujir del cuenco.
Cada dios 
que mira un ocaso
viaja 
del hielo yendo
al consciente yermo.
Quita el retorno seco
del labio surcado
de un silencio enfermo.

Nunca más vuelvo de ir 
por quedar volviendo.

domingo, 30 de abril de 2023

Lo que queda en pie


—Nada, Franco, nada. Esta es la caída, el momento final. El terminarse de todo. Sabés de qué te hablo. 
En el amplio salón iluminado, con paredes color ocre, cerraban uno a uno los ventanales con un gesto que intentaba disimular el apuro. O el miedo. Cerca de algunos vidrios aleteaban sonidos similares a explosiones, pero aún lejanos o erróneos. 
—Como si estar detrás de un vidrio pudiera detener la historia. 
—¿Se escribe la historia esta noche?
—Se acaba, por lo menos. La nuestra, seguro. 

Franco se revolvió inquieto en su silla de ruedas. Su traje oscuro le pesaba: corbata, camisa blanca, todo ridículo en ese momento. Sólo un par de horas antes, durante la siesta, se soñaba desnudo y corriendo por el parque, detrás de ella, también desnuda. En el aire había sol y música. Ahora había silencio de asfixia. ¿Cómo se sentiría ser despedazado por una bomba? ¿Podría llegar a ver su cuerpo desmembrado rebotando entre el humo contra las paredes ocre? 
—Están pidiendo que evacuemos.
—¿Es un chiste?... Afuera hay una lluvia de misiles. ¿Evacuar adónde?
—No lo sé, señor. Son las órdenes. 
—¿Qué dicen, Artemio?
—Nada, Franco, nada. Puras idioteces. Órdenes como racimos de flores muertas. Inútiles.. 

Franco miraba las piernas de Artemio. Una envidia por esos movimientos. Con toda seguridad si él tuviera esas piernas útiles y no los colgajos que le habían tocado en suerte, hubiera corrido fuera del salón a acabar con el enemigo. Sentía arder en el pecho esos golpes que hubiera dado, sentía esa energía retenida y acumulada. Pero la silla, claro... la muerte estática adornada con ruedas como inútil sarcasmo. La silla desmentía cualquier energía posible, querida o imaginada.
—Sólo es esperar. Aquí no hay sótano ni búnker. Quizá algo quede en pie para cuando el bombardeo acabe. 

Los oídos de Franco se detuvieron en el dolor de esa frase casual: "algo quede en pie". Y obviamente él jamás sería "algo que quedara en pie". Él era siempre algo sentado, o acostado. 
Dio vueltas a esta última palabra. Acostado. No estaba tan mal esperar el fin acostado. Parecía una irreverencia digna de alguien con agallas. Ella, en el sueño, jugaba con el pasto crecido y le preguntaba: "—¿Qué necesidad es esa de mostrarse valiente, de ser un héroe, de pelear más fuerte que todos?... ¿para qué?, ¿qué cambia morir tosiendo en una cama o llevarte con vos a medio ejército enemigo?"

Entonces su cara comenzó a cambiar. Sus oídos se independizaron de los estallidos que cada vez se acercaban más. Se tomó de la silla con ambos brazos y se bajó lentamente. No podía fallar. Primero se sentó en el suelo, descansó, tomó algo del aire ocre que los circundaba y luego se acostó. Rígido, firme, con los brazos paralelos al cuerpo. 
—¿Qué hacés, Franco? ¿Y si hay que salir de urgencia?
—Estoy de pie. ¿No lo ves? Luego, los puntos de vista son siempre discutibles. Artemio, perdoná que te deje pero tengo que volver a un sueño para contestar una pregunta.
—¿Ella?
—Claro.
—¿Y después?
—Ya nos fuimos, Artemio. Entendelo. 

Franco cerró los ojos y varias explosiones encadenadas hicieron vibrar ventanas ocre, desgajando vidrios y ofreciendo plateas, palcos y tribunas para observar el fin con privilegio. Artemio entendió que no hay nada más solitario que una bomba. Miró en derredor y nadie parecía registrar si estaba vivo o si ya era parte de los escombros. El "ya nos fuimos" de Franco le envolvió las piernas y decidió que ya no se movería. 

Ella jugaba con el pasto crecido pero ahora tenía una flor muy pequeña entre los dedos. Lo miraba y se reía. Lo miraba y sentía que amarlo era una explosión más. Una ventana inacabada. Un desfile de incuestionables riesgos que acabarían con todos muertos. 

Le pegó el sol en sus dientes cuando le habló.
—¿Ya los acabaste a todos? ¿Ya podemos regresar y barrer los escombros? Vivir, ¿podemos?...
Franco se notó sentado en el sueño. Se miró las piernas instintivamente. La miró a ella. Se miró amarla. 
—Sí. Ya no queda nada. Ni nadie. Y fui yo solo el que acabó con todo. 
—¿Por mi?
—Por venir a buscarte y por darte la respuesta que te haga vivir. 
Ella comenzó a llorar. Se tapó la cara con las manos. Lloraba cada vez más fuerte. Llegó incluso a abrazarla estando acostado, y ella se acostó junto a él en el sueño. 

En el silencio de los cuerpos unidos bajo los escombros, comenzaron a conversar acerca de sus planes para la vida juntos. La flor pequeña iba de mano en mano y servía para subrayar susurros que declaraban cómo sería una vida que estaba muriendo. Una última y desgarradora bomba acabó con el edificio ocre en forma instantánea.

Entonces Franco pudo sentarse, sacudirse los escombros, mirarla, sonreirle, ponerse de pie, darle la mano e invitarla.
Echaron a andar el sueño.

viernes, 31 de marzo de 2023

Siempre hay un reloj cerca


Había un papel en blanco. 
No estaba en blanco, porque era un papel rayado.
Había un papel con renglones, con rayas de color suave para que lo escrito se contenga lo más paralelo al horizonte posible. Aunque lo dicho en esos renglones ascienda por el peso de su desesperación, los renglones harán que vuele sin estrellarse.
Te harán volar, me dijo el papel en blanco. Antes de que supiera que hablaba de una explosión yo seguía mirando los renglones.

Hay un reloj cerca. 
Siempre hay un reloj cerca, ¿viste? Pero como la inundación acabó con todo rastro de energía, está detenido. Claro, lleva pilas, pero ya no existen. Todas sucumbieron descargándose bajo el agua inmensa. 
El agua es inmortal.
Es probable, porque si no es agua es hielo; si no, es aire, nube, o vida posible, pero morir no muere. En cambio el tiempo, ¿viste?, con todos los relojes detenidos para siempre, es como un inmenso animal herido puesto en estado de coma para nunca admitir su muerte. 
Yo suelo tomarlos de la pared en donde cuelgan o la mesa en donde reposan y colocarlos boca abajo. Les susurro "descansa" al oído de sus agujas y evito mirarlos para que no sientan la crueldad de un tiempo inerte.

Habrá una caligrafía eterna.
Lo dirás como uno de esos murmullos cosidos a un sueño. Las letras redondas tendrán el diámetro de cada estrella encendida, párpado por párpado representadas. Y los trazos rectos seguirán el curso suave de los cometas más reacios al regreso. Lo escrito será tan inmortal como el agua y los relojes entenderán que los renglones son los padres de sus agujas. Rectos como lo era el camino del tiempo ya fallecido. 

Yo hablaba de la explosión, mientras sólo una mirada podía mantener por encima de lo inundado. Alcanzó, de todas formas, para que el atardecer ilumine los renglones flotando despacio. Todas las agujas de todos los relojes de todos los tiempos detenidos volviendo el agua un papel en blanco. 

Y el pulso del horizonte, cosiendo la caligrafía eterna al sueño más callado de mi mano.

jueves, 30 de marzo de 2023

Se quemaría esa noche


—Vamos a salir.

Ella lo escuchó sin dejar de atender la olla puesta al fuego. Ella lo escuchó y sintió cómo la cabaña respiraba. El viento de esas palabras.

—¿Al bosque?
—A matar a una bruja.

Y en su mente se dibujó nítida una pala. En algún lado debía estar. Apoyada en el fondo, quizá. Una pala. Con tierra en derredor.
¿No era prematuro enterrar lo aún vivo?

—¿Por qué?
—No hay un porqué. Hay…
Ella rellenó el silencio de él con la pala. Hay una pala.
—… hay que hacerlo. Es todo.

Revisó su cuchillo envainado como si tuviera la hoja de acero frente a sus ojos. Pasaba las yemas por el cuero gastado. Una reflexión también gastada. El estar tan cerca de perder algo. Y su hija, que lo miraba silenciosa, parada junto a la puerta.
La olla seguía hirviendo en los ojos de ella. Sabía que, de alguna manera, prolongar su silencio lograría retenerlo. Salir al bosque, sí, pero no arrastrando ese silencio que se revolvía en una olla interminable.

—Seguiré encontrando animales muertos.
—El hombre ya fue un animal muerto.

Ella replicó casi instantánea. Su mano, la derecha, la que sostenía la cuchara de madera, se le dormía. Ese hormigueo que sabía guardar en secreto porque lo entreveía como un adelanto innecesario de lo malo por venir. Todo se dormiría, llegado el momento.

—Una bruja que no se mete con hombres. Pero hay cosas más importantes que un hombre.
—Un animal.
—Su espíritu —dijo él acomodando el cuchillo en su cintura y percibiendo que su frase había sido la más segura de todas las pronunciadas. La única.

—¿Ella va?
—Ya sabés porqué.

Miró a la nena parada junto a la puerta. Sus manos entrelazadas delante de su vientre. Y sus grandes ojos marrones, que veían una bruja donde el resto sólo distinguía una persona.
—Y su espíritu —dijo la mujer, como si terminara alguna especie de rezo de fluir callado.
Volvió sus ojos a la olla. Toda la nieve del afuera ahí dentro. Revolviendo lo hervido. Y la pala. El sonido de la pala enterrando toda la nieve en la mirada de la nena. Mantener el fuego hirviendo. Sacudir la mano que se le duerme. Y la respiración de la nena por las noches, cuando sostiene su mano hasta que llega el sueño. Todo dormiría.

—Tenés un cuchillo.
—Sí.
—Y miedo… ¿tenés?
—El miedo es un animal que se entierra en el espíritu del hombre.

El sonido de la olla envolvía la cabaña. Las uñas de la nena inmóvil se entrecruzaban. Y su pecho.
—Los animales enterrados mueren. Yo los encuentro. Entonces hay que hacerlo.
Ella dejó la cuchara de madera en la olla. Calculó cuánto se quemaría hasta que se lo dijese. Hasta que pudiera volver a tomarla.

—¿Nunca te preguntaste por qué ella jamás me mira?
La nena se sintió nombrada y bajó los ojos y la cabeza y el espíritu hasta enterrarlo en su pecho.
Quiso envainarse en otro tiempo. Como el cuchillo que sostenía el hombre que ahora la miraba.
Definitivamente la cuchara se quemaría esa noche.

lunes, 26 de diciembre de 2022

Asesinas elipsis


No me dejes galopar.
Por el sol, yo te lo pido.

He enterrado hadas en pozos transaparentes
de infancias,
en oídos sin nombre
de mieles fantasmas.

No me dejes galopar,
pues ahora ellas salpican,
bajo mi montura,
sus varas mágicas de perdidos desayunos,
sus brillos estancos de deseos oportunos.

Y corcoveo orbitando
asesinas elípsis
cuyas tímidas matemáticas parten al medio el sol
con la furia de la gravedad
que solo un
hada,
enterrada en el pasado
y desoída,
puede llegar a soñar.

No me dejes despertar
en medio del galope.
Déjame a salvo en mi pozo
transparente de necromancias
que pronostican futuros
que cabalgan,
a paso de hada,
sobre dos soles.

sábado, 24 de diciembre de 2022

¿Entiende la épica?


Primero fue un borrón en el asfalto. Gris manchado sobre el gris acostumbrado. Luego surgieron contornos. Leves matices. Algún tono rojizo seco y trazos de líneas finas esparcidas al descuido.
Como la vista se le fijó en la mancha, pudo dejar transcurrir el tiempo necesario para que una de esas brisas que tienen la humildad de transitar entre el polvo del suelo agitara algo como un temblor. Algo en la mancha se movía en el viento. La mancha tenía algún tipo de relieve, entonces. Los colores solos no suelen moverse en el viento, reflexionó.
Se hizo imperativo acercarse. Dar los pasos necesarios para que la mancha deje de serlo y entender.

* * *

El secretario entró a su oficina con el acostumbrado y cansino paso de fingido respeto. Llevaba papeles en la mano y cara de haber sido interrumpido en algo importante.

—Diga, señor.
—Le voy a solicitar que articule lo necesario para decretar tres días de duelo nacional.

El hombre parado frente a su escritorio, inmóvil con sus papeles, cambió rápidamente la expresión del gesto monótono al rictus de estar ignorando algo demasiado importante.
—¿Perdón?…

Él se acomodó los anteojos y lo miró con trabajada seriedad. Esto sería largo.
—Decretar duelo nacional… ¿sabe de qué le hablo? Son tres días, un decreto, hay un protocolo a seguir, banderas a media asta… ¿lo escuchó alguna vez?
—Señor, por supuesto —sonrió muy levemente el secretario, casi como una disculpa—, sólo que se me escapa el motivo.
—¿El motivo de qué?
—Bueno… no me he enterado de ninguna desgracia de gravedad o importancia.

Volvió a acomodarse los anteojos, casi un tic continuo en él, pero ahora mantuvo su mirada en la madera brillante del escritorio.
—Yo, sí.

El secretario cambió su postura y también entendió que esto sería largo. Y arduo. Relajó su cuerpo, acomodó los papeles de su mano y con un breve gesto de permiso los dejó sobre el escritorio. Pretendía que su acción fuera entendida como “ya tomé noción de lo importante del tema y voy a dejar mis papeles a un lado para dedicarme a esto”.
Sacó su anotador de tapas rojas, abrió buscando la hoja correspondiente a ese día y respiró en forma perceptible. Otro gesto que intentaba mostrar compromiso.
—Vamos a decretar tres días de duelo nacional por la muerte de la paloma después de la tormenta.

El bolígrafo se movió sobre la hoja en blanco hasta un punto. Y en ese punto el secretario alzó la vista, mecánicamente, y preguntó como para confirmar:
—Perdón, señor, ¿Paloma, dijo?
—Sí.
—¿Paloma…?
El secretario alargó la frase esperando un apellido relevante mientras mantenía la punta del bolígrafo sobre el papel, justo donde quería colocar el nombre. Pero él sólo se limito a repetir lo ya escuchado pero inaudito.
—La muerte de la paloma después de la tormenta.

Los siguientes segundos de silencio rubricaron en la mente del secretario que ahí acababa la descripción. El nombre. El motivo del duelo. Y sus esperanzas de entender.
—Claro… —murmuró el secretario sin tener nada claro— pero permítame preguntarle, ¿era la paloma de alguien?
La pregunta quedó flotando sobre la madera lustrada del escritorio y fue demasiado evidente que su intención había sido preguntar si “¿la paloma era alguien?”, pero dadas las circunstancias y la investidura que tenía por delante agregó el “de” para no caer en una posible ofensa al prestigio de la ignorada paloma.

—Si usted quiere preguntar si la paloma era de alguna personalidad relevante, funcionario de primera línea o figura destacada del ámbito social, no, la respuesta es no. No era de nadie.
Y luego de una breve pausa, remató:
—No era de nadie. Y eso la vuelve mucho más importante.

Durante estas frases el bolígrafo pareció disfrutar algún tipo de romance con un electrocardiograma, porque se agitaba en la hoja del anotador de tapas rojas simulando una importancia que la mano que lo revestía no alcanzaba a hilvanar por ningún lado. El secretario, en un gesto ya mecánico dentro de su oficio de servir, repitió la última palabra como para invitar a su interlocutor a que siga, a que aclare, o a que lo absuelva de ese raro pantano.
—… importante…
—Sí.
Silencio. No había caso.

Decidió entonces, algo también aprendido con los años, tratar de abrir el tema con preguntas, probando a ver de qué forma podía llegar al nudo de lo incomprensible.
—Disculpe, señor, con todo respeto, claro… ¿Usted conocía a la paloma en cuestión?
Él se volvió a acomodar los anteojos, pues claramente era incapaz de comenzar una frase sin ese gesto previo, y se decidió a pronunciar algunos obsequios retóricos para allanar un poco el camino del hombre que tenía por delante.
—No podría decir que la conocía en persona, aunque quien ha visto una paloma las ha visto todas, pero la conocí lamentablemente ya occisa.

El secretario seguía anotando.

—¿Occisa?, disculpe la ignorancia, pero ¿adónde queda eso?
—Occisa no es una localidad. Significa muerta en forma violenta.
—Entiendo —dijo el secretario sin entender, pero algo más animado—, ¿y tenemos conocimiento del autor material del hecho?, quiero decir, ¿se ha dado intervención a la fiscalía correspondiente y demás?

Él apoyó su mentón en una mano y lo miró con toda la piedad que le era posible antes de responder.
—Ya le dije que la paloma murió después de la tormenta. ¿Usted sabe qué jurisdicción interviene cuando hay chaparrones?
—No, señor. Hemos tenido casos de ciudadanos fallecidos por caída de rayos, pero nunca se registraron denuncias contra los mismos. No que yo recuerde, al menos.

En este punto el secretario sintió un tenue pinchazo de mea culpa, porque si ignoraba un hecho de trascendencia tal que iba a provocar un duelo nacional, paloma más o paloma menos, bien podría ignorar otras cosas fundamentales y su carrera corría peligro.

—La conocí como una mancha gris y borrosa que interrumpía el asfalto, con sus plumas desordenadas, caída seguramente de algún árbol a raíz de la última tormenta.
—Ahora, disculpe, señor, sin ánimo de impertinencia, ¿no?, pero ¿no cabía la posibilidad de dar aviso a algún servicio de emergencias para efectuar algún tipo de rescate? Digo… ¿realmente no había nada para hacer?

—Aplastada. ¿Le suena la palabra?… aplastada. Créame que si yo lo encontrara a usted caído de un piso veinte y vuelto un rompecabezas desarmado tampoco llamaría a nadie.
Y con una rapidez de reflejos que casi no se conocía el secretario soltó impulsivo:
—¿Y decretaría tres días de duelo nacional por mi?

Él olió el acre aroma de la trampa en el aire y decidió seguir caminando sobre terreno seguro.
—Habría que ver cuál fue el motivo de la caída.
—Entiendo —dijo el secretario que ya creyó agotada su cuota de atrevimiento durante esa charla.

—La tormenta… ¿sabe?, la tormenta lo vuelve épico. ¿Lo entiende?… estamos hablando de un ser con alas que vuela, y que termina su vida aplastado contra el piso por una tormenta… que no tiene alas y que no vuela. ¿Entiende la épica?
—Claro —carraspeó el secretario— partimos un poco de la base de que yo no tengo alas, al menos hasta ahora, y de que es poco probable que una tormenta me tire de un décimo piso.
—Partimos de la base de que siendo usted, lo más probable es que se caiga por estar bailando borracho en la baranda del balcón. ¿Entiende la épica?

—Entiendo… —repitió el secretario cual letanía y retomó el bolígrafo y su anotador—. ¿Cuál sería el nombre que deberíamos colocar en el decreto, entonces? Hay un protocolo armado y los decretos se completan en base a modelos, usted ya sabe. Pero me faltaría el nombre…
—Otra vez… La paloma después de la tormenta. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Mire, si sigue haciendo preguntas y no se pone a trabajar la paloma va a terminar reencarnando antes de que arranque el dichoso duelo nacional.

El secretario seguía con el bolígrafo adherido a la hoja, como si fuera un ancla que le asegurara su perdido barco en medio de esa rara tormenta. Mientras pudiera escribir, no se ahogaría.
—Entiendo… ahora, en ese caso, digamos, si se comprueba la reencarnación, ¿correspondería anular los tres días de duelo nacional o invitamos a la paloma a los actos pertinentes para que se rindan los honores que marca el protocolo?
—No. No corresponde anular nada porque en caso de reencarnar ya no sería la paloma occisa, sería otra paloma distinta…
—¿Aunque compartan el mismo espíritu?

Él ladeó la cabeza y resopló, como anticipando un cansancio posible.
—Mire, yo con eso no me voy a meter porque no quiero tener problemas con el clero. Vio cómo son. Apenas uno manifiesta alguna cosa espiritual y ellos creen sentir un poco de olor a incienso y ya se nos tiran encima acusándonos de herejes, ateos y todo eso. Prefiero concentrarme en las plumas y, llegado el caso, ver qué hacemos. Mire… sinceramente y que esto quede entre nosotros, si algo así ocurriera yo tengo una médium amiga que por algunos pesos nos comunica enseguida con el espíritu de la paloma y ahí aclaramos todo lo que sea necesario.

El secretario seguía en su frenesí de bolígrafo agitado al viento y hoja llenándose de anotaciones.
—Claro… ahí libraríamos el pedido de indagatoria correspondiente y...
—¡No!, ¡no!, pare… eso no lo anote, le dije que queda entre nosotros. No está bien visto que alguien en mi posición ande consultando almas del más allá.
—Claro… y menos si son palomas. Imagino —apuró el secretario.

Él volvió a acomodarse los anteojos pero ahora con las cejas enarcadas, en una curva que denotaba cierto desafío.
—No entiendo… ¿por qué “menos si son palomas”? ¿Me equivoco o usted tiene algo en contra de las palomas? Su frase sonó despectiva.

El secretario respiró hondo, cerró su anotador de tapas rojas y le colocó la tapa al bolígrafo. Luego habló desde ese tono opaco que provocan los recuerdos más hondos.
—Mire, señor… seré breve. Pasé mi infancia viniendo casi todos los días a la plaza que está aquí enfrente, la conoce, sabe de qué hablo… desde donde puede uno sentarse y mirar la Casa de Gobierno. Venía cada tarde a darle de comer a las palomas y pasaba horas y horas… ¿Y sabe qué pensaba?, que algún día iba a estar ahí adentro, en esa casa inmensa e importante, haciendo cosas inmensas e importantes, me veía con banderas, con sillones… Luego, por las noches soñaba que una bandada de palomas agradecidas me alzaban de brazos y piernas desde la plaza y me llevaban por los aires hasta algún despacho de aquí adentro.

Los ojos del secretario acabaron húmedos, mirando a la nada. O al pasado, que es lo mismo.
Él dejó pasar unos segundos y le intentó colocar algún cierre que los dejara en comunión.
—También hubiese sido una caída épica.
—Pero ninguna tormenta me hubiese detenido —respondió instantáneo el secretario.
—Ni yo decretaría un duelo nacional.

sábado, 27 de agosto de 2022

Plumas detenidas en el vértigo

La montaña azul pálido queda en el segundo cajón. Pero si te das vuelta sin tener la inercia que las nubes debieron de licuar antes de tu baño, es probable que tu pecho converse teoremas de ángulos con las ramas secas que se jactan de arar las nubes, si se las mira desde el primer cajón. 

El vértigo no está en el cielo, decías mientras acababas los planos en sepia para cruzarte de piernas, ni mucho menos en la silla, decías mientras dejabas atrás la pretensión de sostener tu cuello en alto, el verdadero vértigo vive en el aire que se respira, decías al final mientras controlabas las alas que se te desplegaban desde los hombros. 

¿El pañuelo?, te pregunté extrañado repitiendo tu pregunta. Supongo que en el fondo de alguno de los cajones. ¿Arriba? hay mucha tierra. Y viento. Pero si se lo mira desde el primer cajón no es aire violento, no son porciones de universo que se trasladan. Son cantos mudos que entonan espíritus que se fueron a bordo de una asfixia. Sus letras tienen el mismo relieve que tu espalda y las rimas son tan cóncavas como tu columna dibujada en la tarde. No, convexas son tus excusas para darle la espalda a la montaña azul pálido. Y claro, el segundo cajón se desfondó. 

El pañuelo. Por supuesto, ahora puedo ver tu llanto. Lo confundí con savia del árbol donde florecen sillas. Las alas, por supuesto. Desplegadas desde tus hombros como si las colinas fueran excusas de la llanura para exhibir al cielo. Alas, pero no vuelo. Plumas detenidas en el vértigo. 

Me alejo en la tarde sepia luego de escuchar que nadie, pero nadie, te enseñó a volar.




Imagen: Silla aerodinámica, Salvador Dalí, 1934

martes, 23 de agosto de 2022

El progenitor y sus sobornos


Como si las teclas de la máquina de escribir le pulsaran los latidos del corazón y como si frenar el tipeo fuera parar ambas cosas. Palabra por palabra triunfando sobre la muerte que es el blanco en una hoja que es la vida. En desierto.

Una ventana le habla del sol, en vano, y le advierte de la noche, sin respuesta. Dejará entrar la lluvia sin estremecer ninguna cortina de por medio. Y las gotas calladas intentarán acomodarse en la hoja inserta en la máquina.

Mientras, las manos mueven palabras. 
Mientras, el corazón se agazapa ante la idea en falta, ante el argumento que no llega a la cita y el posible detenerse. De todo. 
Y de nada cuelga su hilo cada vez más transparente que lo lleva por una escalera oscura hasta la promesa del texto. 

Punto y aparte (¿y la escalera sube o baja?). 
Punto seguido. Y se rinde homenaje a la tinta, que es soldado mudo en campo de batalla minado de ideas, cometiendo incesto con el progenitor y sus sobornos. Sonriendo el adulterio de autobiografiarse para no caer en un punto final antes de tiempo.

No caer. No parar.
(Y la letra movida por el corazón que tiembla.)

domingo, 21 de agosto de 2022

Un irse de volver mirando


Hay un recuerdo. 
¿Qué es fugitivo en tus palabras, si cada silencio es apuñalado por una intención más sonora que una de esas miradas?
El contorno de la voz se nubla y ahora las vocales se espejan en el brillo de los labios húmedos. 
¿Quién es figurativo en la emoción que te viste durante cada sueño, si la evolución de los párpados acaba en una quieta infinitud?
Hay un salvaje respirar que toma aire en los pulmones de otra vida y suelta el aliento en lo que reencarnará.
Y el recuerdo, pero de los ojos cerrados.
Y un irse de volver mirando.

sábado, 20 de agosto de 2022

A los que tengan que irse


Grabó el sonido de las rayas que las uñas dejaban sobre el bordado.
Luego colocó el cassette en un sobre. Lo enviaría por correo. Había un perro en la estampilla, pero la empleada de la oficina postal lo confundió con una ballena. No paraba de reirse. Tomó el ticket, luego de ahorcarla, y abandonó el lugar. Apretó el ticket en su bolsillo.A su espalda dejaba una creciente conmoción por las risas acabadas sin vida en el piso, mientras él apuraba el paso. Apretó el ticket. Temía que usen la excusa de la empleada para no enviar su paquete. 

Grabó el sonido de la aguja atravesando las rayas en el bordado.
Guardó el cassette en su bolsillo y se dirigió a la estación de tren. Pidió su pasaje hasta ella. 
—¿Ida y vuelta?
—No.
—Eh... ¿ida solo, entonces?
—Sí. Voy solo.
—No... quiero decir que el pasaje es sólo de ida.
—No. Quiero mi pasaje de vuelta. 
—Claro... pero el pasaje de vuelta lo tiene que sacar en destino. 
—Yo no tengo destino. 
Metió su mano entonces por el mínimo agujero semicircular de la ventanilla y le dejó el cassette a la empleada del lugar. Sobre los billetes que había pagado. Ella lo miró alejarse con las manos en los bolsillos y apenas pudo mirar el cassette durante tres segundos, justo lo necesario para que explote en su mano y todo alrededor se tiña de rojo y de carne. 

Grabó el sonido del hilo que bordaba el aire cuando enhebraba la aguja.
Colocó el cassette en un sobre y lo llevó al correo. Había otra empleada. Ya no reía. Esta vez había un ciervo en la estampilla y él acarició los bordes de sus cuernos. La empleada le habló sin mirarlo. 
—¿Envío simple?
—¿Sabe?, viví algunos años en el Tíbet y aprendí a leer el destino en los cuernos de los ciervos. 
La empleada lo miró y miró su dedo acariciando la estampilla. Eligio el silencio. 
—Usted pasó su lengua por esta estampilla, para pegarla. ¿Entiende?... su saliva le dio vida a este ciervo y ahora, en sus cuernos, puede leerse su futuro. 
—¿El mío o el del ciervo?
La miró directo a los ojos, con la importancia que tienen todas las últimas veces de las cosas.
—El del ciervo. Usted no tiene futuro. 
La primera puntada en el pecho, su mano desesperando el vidrio de la ventanilla y su otra mano tirando al suelo todo lo del escritorio. Ya asistían en el piso a la empleada que dejaba de respirar cuando salió de la oficina postal conversando con el ciervo. 
—¿Te parece que esta vez llegará?
—No. 
Lo dejó en una parada de taxis y se alejó caminando con las manos en los bolsillos. 

Grabó el sonido del bordado rayando el aire tenso por los hilos sostenidos en las uñas.
Guardó el cassette en el bolsillo interior de su saco. Luego, arrodillado en el confesionario y mientras las maderas crujían tan leves como el incienso que se movía en el aire de la iglesia, le dijo al sacerdote:
—Tiene que escuchar esto, padre.
—Claro, adelante.
Entonces le deslizó el cassette por la ventana de madera enrejada. 
—No entiendo... ¿grabaste tu confesión?
—No lo sé. Quizá me haya adelantado a confesarme antes de pecar. 
El sacerdote miró el cassette en su mano y mientras pensaba qué responder o qué preguntar, percibió que el hombre se alejaba por el centro de la iglesia con sus manos en los bolsillos. Dieciocho segundos más tarde la torre del campanario caía sobre el cuerpo del sacerdote ya sin vida, producto de la explosión y del derrumbe. 

Mientras caminaba por la calle y se escuchaban las primeras sirenas, el teléfono le sonó en el bolsillo. Lo tomó, miró el número y sonrió emocionado. El correo había llegado a destino.

viernes, 19 de agosto de 2022

De un abismo sin párpados


Todo hace pensar que es una iglesia. No podría ser otra cosa. Si no lo fuera, sería una imitación rudimentaria y afectada. Pero es una iglesia. Quizá ya no ocurran las cosas que solían ocurrir en una iglesia, pero para nombrar "el lecho seco de un río" hace falta la palabra "río". Entonces, iglesia.

Unas mesas de piedra oscura, amplias, esparcidas por toda su nave, ocupan el lugar que normalmente tienen los bancos de madera lustrada por fieles roces de siglos. Cuesta distinguir el recuerdo de quienes se han arrodillado allí. Si hubo bancos (y rodillas) ya no se advierte. 

Son mesas en donde hay una sola persona sentada. Y sin embargo no parece sobrar nada de toda esa piedra vacía. Se sabe que está ahí para algo. Y ese algo rodea a la persona sentada así como el trueno previo a la lluvia nos murmura que busquemos un techo. Hay, sobre la mesa, una pieza que podría ser de ajedrez. Desde mi lugar creo ver un rey, o una torre, quizás imagino un alfil, pero de ninguna manera lo es, por eso lo imagino. Tampoco son piezas de ajedrez y nadie está jugando. 

Gente que camina entre las mesas va recogiendo esas piezas. Sé que es gente de la iglesia, que no es iglesia, y sé que se retiran las piezas luego de que la persona sentada haya finalizado lo que debía realizar. En todo el salón la actividad es la misma y rutinaria. Oscura (podría haber luz de candelabros, pero no la hay) y silenciosa como si se tratara de un sueño apurado. 

Se percibe siempre la sensación de pérdida. Sin mirar cada pieza ni cada rostro, se entiende fácil que sólo se acaba si se acaba perdiendo. Y le retiran la pieza de ajedrez (que no es ajedrez) de la mesa, en un gesto de final que, por la falta de condena, vuelve la soledad más cruda. Algunas personas quedan allí, otras se levantan. Quizás simplemente se borroneen en la oscuridad y deshilachen ese cansancio silente perdiéndose luego de la pérdida, sin haber logrado jamás eso que la pieza que les tocó en suerte les proponía. Porque lo que les toca siempre es en suerte, jamás es debido.

Desde donde observo (el sueño ciego de un abismo sin párpados), sé que no tiene ninguna importancia saber de dónde proviene la voz (que no es voz) ni de quién se trata. Y mucho menos entender cómo no logra quebrar el silencio de las piezas mudas arrastradas en las mesas.
—Pensar que si un solo movimiento, uno solo, fuera a dar con el espacio indicado para alojar la idea de ganar, el colapso sería tan brutal que nadie jamás se enteraría. Al fin, no se trata de perder. Ni siquiera de jugar. Se trata de cuidarse de no ganar jamás. 

Mientras su última palabra se deletreaba en el abismo que me abrigaba, pude ver cómo retiraban una pieza y cómo un hombre se levantaba encorvado, rozando la piedra de la mesa con el puño apenas cerrado. En breve habría otro sentado. Otra pieza. Otro hacer. Otra pérdida. No pude sentir la perversa alegría de no participar de esa mecánica de piezas, piedras, gente, movidas, pérdidas. Y digo que no pude porque apenas lo pensé una pieza apareció delante de mi.

jueves, 18 de agosto de 2022

Circundando el rocío


La composición del tallo
descompone las líneas rectas
de tu pensamiento
con la espontánea lucidez que antes
creías cercana a tu piel. 

Las razones de la abeja
que te miró de frente,
con el crepúsculo a su espalda,
hicieron retroceder a las palmas de tus ojos
hasta aquellos primeros pétalos
de leche.

¿Acaso un pezón en vuelo,
confundido con un sol en celo,
pudo entonar,
con sagacidad, 
el mismo zumbido de miel lejana?

Ya perdiste las flores
y ningún perfume reencarna.
Pasemos a llorar
circundando el rocío
y brindando 
por nuestra memoria
que jamás floreció.

domingo, 30 de enero de 2022

La segunda manzana


El toro cruza la carretera  preguntando si la velocidad máxima permitida coincide con la hora del cruce peatonal habilitado. (El tren pasa sólo una vez por tormenta.) 
Le contestan. 
Pero en otro idioma. 
Él no sabe leer la hora en los relojes de las muñecas que le ofrecen. (Las agujas semejan espadas y las espadas significan que su tiempo se detiene.) Igual agradece. 
En otro idioma. 

Transitar por la línea blanca de la carretera desconociendo la hora es como hacer equilibrio luego de haber caído al vacío, se dice el toro, no antes. Los camiones rayan el aire que se arremolina en sus orejas. (Cada una de sus orejas tiene el mismo idioma a la hora de la tormenta. El tren lo sabe. Pero calla y mira al cielo buscando nubes con forma de vaca.) 

Las motos que circuncidan el asfalto se le antojan un posible reloj de arena, y quiere armar sendos triángulos con ellas para luego intentar que la arena le hable del cruce peatonal habilitado. (Intentaría, llegado el caso, no tocar el tema de la hora y dejar que sea ella quien le cuente de sus vidas pasadas en el mar). La arena se sube a la última de las motos y acelera en una cadencia de playa tropical (las palmeras van sonriendo en la primera moto). 

No tiene la predisposición, piensa el toro mientras muerde sin ganas una manzana al costado de la carretera. Cuatro camiones y dos bicicletas más tarde (una estará en llanta dos kilómetros antes de la tormenta) el cielo dejará caer un trueno muy cerca de ese bosque raleado que parece colgar del horizonte, sin que el toro desvíe la vista del cruce peatonal habilitado. 

Ahora es un durazno que hace girar en su hocico y, más tarde, cuando apenas falten centímetros para que el cruce peatonal quede habilitado, será la segunda manzana. 
Del otro lado del asfalto el toro huele el aroma a lavanda del pelo de ella y la emoción le atraganta para siempre el carozo de la manzana en su garganta desafiada por los nervios. 
Ella mira la hora que flamea en su muñeca. (Se subirá al tren pensando que la tormenta se llueve siempre en otro idioma.) 

La velocidad máxima permitida le empaña la vista al mismo tiempo que empieza a llover. Recuerda su champú con aroma a lavanda y extraña salvajemente las caricias del toro que yace asesinado por una manzana en otro idioma, mientras escucha cómo el tren atropella por última vez en el día el cruce peatonal habilitado, respetando la velocidad máxima permitida. 

sábado, 29 de enero de 2022

Redes sociales


Sé que por fuera, 
en ese mundo que entona 
con sonrisas de asfixia 
la descripción de su pertinaz 
estado de descomposición, 
los cantos de sirena siguen vigentes. 

Y mi sordera, entonces, es el regalo 
de algún universo piadoso 
que no ha podido ser más procedente 
en su sentido 
de lo oportuno.

Sobre todo, 
porque yo sé que los cantos 
ya no son tales, 
sino muecas de tristeza desmenuzada. 
Y las posibles sirenas de otrora 
son apenas cadáveres de plástico temblando 
con el grave pulso de una angustia 
que saben 
terminal. 

domingo, 23 de enero de 2022

Los sueños salvajes


Hay un yate anclado en el último sueño
que anochece.
Y borda palabras rellenas de orilla en la espuma
que se tiembla. 
(Ya no voy a descender.)
El aire se agua intentando respirar la tierra.
(Ni escalar la marea alta del recuerdo.)

En la cubierta
dos muertos mudos acunan
sus palabras con el vaivén líquido del horizonte.
Conversan entrelíneas de sol y dejan entrever su nacimiento
que envejece.
(Ya no voy a encender los espejos cuando la noche grite.)

Permitir el naufragio
y cargar, del yate, los muertos
a la inequívoca conciencia de la deriva ya oscura.
(Dejar la cubierta limpia,
para los sueños salvajes que no saben nadar.)

La conversación muda se aleja, en las mantas plegadas
que entrelínean estrellas ciegas
y se siente
un ancla voraz arrancando piel por cada sílaba,
y una sintaxis prohibida en el último de los oleajes. 

(Ya no voy a escribir postales
ni deletrear los puertos de mis infancias rotas.)

domingo, 26 de diciembre de 2021

De los ocasos posibles


Eran los dos ojos de un universo.

Sentado en el pasto, con esa agua cerca
miro detenidamente las hojas verdes en mi mano. 

En los ojos, un cuerpo se disfraza, duda y vomita hasta desaparecer.

Como si hubiera una relación entre las nervaduras
que se emparejan con las líneas de mi mano
y el tránsito desorbitado de esa última estrella ardiente.

Cada ojo ciega al otro regalándole un párpado de fiesta
para cada cumpleaños. 

(Cerrar. Se cierra. Con el agua tan cerca cualquier ceguera
es un hipo a milímetros del ahogo.)

Sentado en el pasto, con esa agua cerca,
miro detenidamente la última estrella ardiente hundirse 
en una excusa de humo líquido que traga, para siempre,
el último de los ocasos posibles. 

(Las nervaduras de mi mano cierran
los ojos de cada 
profecía.
Las hojas verdes saben
esperar.)

viernes, 15 de octubre de 2021

Ineludible orden


Comprar cuatro o cinco
paquetes de fideos
y colocarlos
en el
estante
por ineludible orden
de fecha
de vencimiento
de cada uno. 

(Sería trágico usar el más nuevo
primero
y olvidar
el más viejo en el estante, solo.)
Mientras
las fechas estén 
en ineludible orden
podremos mantener a la tragedia
lejos.

Y será necesario, finalmente,
no comer nada 
de todo 
aquello
para no
perder las fechas de vista, nunca
Recordar:
primero el más viejo y al final
el más
nuevo, sin
tocarlos nunca,
dejando intacto el hambre
hasta que llegue la última
fecha.