Hace ocho minutos que ella habla con su lápiz de labios.
Murmura.
Las nubes lo cubren todo y la multitud espera en un silencio tan respetuoso como ignorante. Aburrido, en algunos casos.
Toma el micrófono y dice "nada habla hoy, pero habrá desastres al sur del Río". El maestro de ceremonia pide calma y ella aprieta el lápiz de labios en sus manos. Alguien del público ofrece un rímel y ella se larga a llorar agitando su pecho.
Suenan truenos.
Vamos a irnos, dice el maestro de ceremonia tomando el micrófono del piso. La multitud piensa en sus casas y en el lápiz de labios que, mudo, les niega todo futuro más allá del desastre.
Muchos años más tarde, en el neuropsiquiátrico, la enfermera se aburre en esa tarde calurosa mientras ella le pide por enésima vez que por favor le devuelva su lápiz de labios. La enfermera no contesta y piensa en cómo debería usarlo para sorprender a su hermana, aunque eso será cuando aprenda a abrir ese tubito que la llena de misterio, y cuando su hermana aprenda que está loca por ella.
Ahora la cama que la contiene es un trueno y en un relámpago su voluntad amenaza con emigrar. Al sur del Río, esa delirante invasión de sangre espesa que los cartógrafos se apresuraron a bautizar Bahía Transfusión y los místicos La Hemodinamia de una Nueva Era, crece haciendo llegar su aroma acre hasta las calles más alejadas del centro del pueblo.
Ella cierra sus ojos y clava sus dientes en el labio inferior hasta sentir la humedad y la primera gota que acaricia su pecho y la hermana con el dulce futuro que se acerca allí, al sur del Río,
donde el pueblo se termina.