sábado, 23 de mayo de 2009

Un dios en relajados sentidos


—Yo no quiero llegar al punto en el que absolutamente nada tenga ningún tipo de sentido. Sobre todo porque ya creo que ese punto está demasiado cerca de mi.
Luego de esto abrió su valija y comenzó a hacer su mejor truco de magia.

sábado, 2 de mayo de 2009

Leche hirviendo


Aprendí mi primer oficio a la edad de un mes y medio.

La calidad de lo circundante no me dejaba pliegos frontales libres ni llanezas excavadas por necesitar. Los Otros, esos Otros siempre ahí, anclados en sus libros y sus bibliotecas, querían verme en mi pasado de siempre, necesitando, pero no observando ni cuestionando en herramienta alguna.

Mi primer oficio fue el último de una larga serie de llantos, más cercanos a la llamada Cortina de las Impresiones que a lo que un mes y medio suele demostrar. Mamá solía acostar a sus hermanos en camas separadas, creyendo que la noche no alcanzaba para soñar deseo alguno, pero cualquiera despierta de noche con los oídos abiertos y la institución de la Cortina de las Impresiones legaba salvoconductos hacia el entender temprano. Despertaba por las mañanas sin haber dormido nunca, sabiendo que los sueños eran lo más real de todo mi oficio. Mamá lloraba junto a la cocina mientras sus hermanos desfilaban por el baño sin saberse ni limpios ni enteros. Desde mis ojos recitaba las lágrimas de mi mamá con un sentimiento ligado a la bioquímica del llanto, la angustia quedaba fuera de nuestra relación por esa época. Lo peor de cada hora de cada día para ella era que la acercaba a su noche. No le importaba no dormir, pero sí no poder soñar. Mes tras mes, sus ojos me preguntaban por cada noche y por cada sueño, por cada hacer de mi oficio. A lo último casi suplicaba mientras sus hermanos perdían de a poco la clarividencia de cuánto un velo puede llevar adelante una casa y a sus personas. El deseo desarma velos. Y yo sólo trabajaba de noche. De día, el pecho de mi mamá y su leche me iban enseñando a armar el sueño final para ella. Algún día finalmente soñaría, pero despertar, no sé. Y refinando cada noche la calidad de los actos en los hermanos, la Cortina de las Impresiones en una temperatura cercana a la del sol, volviendo día la oscuridad y pesadilla los sentidos de mamá. La mañana y los hermanos desfilando por el baño y mamá llorando en la cocina mientras su pecho me enseña a preparar su sueño.

Pero ni los Otros ni la Cortina supieron decirme que aquella mañana posterior al sueño de mamá, su primero, su único, un fruto de mi oficio esta vez para ella, haría eso de incendiar toda esa casa, ya sin velos desde hacía tiempo. El único hermano que salió de ella me sacó fuera y ambos miramos largo rato esa alquimia de madera ardiendo y gritos junto a un hermoso juego de luces, en un amanecer encendido de azules. La bioquímica del llanto y la angustia ausente me llevaron a mirar a mamá quemándose despacio y por última vez, tumbada en la puerta de entrada, y desde mi cochecito sólo pude pensar en leche hirviendo. Aprendí, de mi primer oficio, que volverse experto en él era también necesitar abandonarlo.

Hoy, que estoy tan cerca de los Otros y de sus libros, pienso en el único hermano y en mi segundo oficio, mientras observo aquellos bellísimos ejemplares en los estantes de la biblioteca.

Pienso también en los sueños de mi infancia.

Que ya no lo son.