lunes, 7 de marzo de 2016

Cisne


Aun dormido, siento la presencia a mi lado. Sin abrir los ojos ni tener conciencia del todo, sé que hay alguien al costado de mi cama. Abro los ojos para verla, porque es obvio que es ella. La expresión de Ruth, la Azul, no me deja margen para dudar. Algo está mal.
—Tenés que venir. Dice que se va a ir. Que se va a ir a morir.

Esta Ruth, a la que yo llamo la Azul por su eterno pulóver azul de cuello muy alto, lleva el pelo corto, casi en coherencia con un ánimo que no admite solturas. Su rostro es duro, marcado, de ojos grandes, negros y tristes, salpicado de compasión. No puedo decir que sea linda, pero me hace muy bien sostener miradas con ella. En medio de lo difícil que es intentar cuidar a su desdoblada, Ruth, la Blanca, ese contacto visual que solemos tener, tiene el efecto de un abrazo.

Me siento en la cama, aún somnoliento. Nos miramos. Ella tiene sus manos apoyadas sobre las ruedas de su silla, como lista para rodar apenas yo acabe de levantarme.
—¿Hay que hacer algo?
Ruth, la Azul, me mira casi ensayando una sonrisa.
—Ha estado dando discursos sobre el amor hasta caer desmayada en un pasillo. La llevaron a su cuarto y despertó pidiendo verte. Verte para que le aclares algo antes de irse a morir.
La escucho y me doy cuenta, casi por primera vez, de que nadie acá está preparado para que Ruth, la Blanca, simplemente se muera. O se vaya. O preparado para entender la diferencia entre ambas cosas, si es que finalmente la hay.

Esa especie de apellido, la Blanca, se lo da el andar vestida siempre con un camisón de ese color, y sólo eso. En este Asilo de Desdoblados es común que todos estén casi siempre vestidos igual. Identificaciones sencillas, nombres y colores. Cada persona compuesta por dos, desdoblada en dos. Cada caso, un abismo propio con una especie de ángel como red. Ruth, la Blanca, es el abismo. La Azul, la red.

Y no siempre se muere a la par acá. Mi desdoblado, por ejemplo, cayó hace años dejándome solo. Por eso hoy me siento como una tercera parte de Ruth, como una red de la red cada vez más perdida en un cansancio de niebla. De alguna manera, Ruth, la Blanca, es algo tan intenso, tan devastador contra sí mismo, que necesita más de una red. Pero jamás pude adivinar si se alegra de tenernos. O si simplemente se alegra, alguna vez.

Ella oficia, a veces, de oráculo. O de lo que ella entiende que es un oráculo. Nunca sé qué placer siente en hacerlo, si es placer, pero en ocasiones necesita decir cosas que, según ella, responden al futuro, como si una mano pálida limpiara desprolijamente un vidrio empañado. Mira largo rato a los ojos de la persona, incluso cambiando el ángulo de la mirada, inclinando la cabeza a veces, como los perros cuando escuchan un sonido raro. Luego se corta un mechón de pelo, lo coloca dentro de un tazón y lo prende fuego. En los instantes que dura el crepitar que acompaña al olor desagradable, ella acerca la cara como si fuera a leer.
Una tarde, conmigo delante, se quedó callada e inmóvil un largo rato, luego de que el pelo se hubiese consumido. Y, al fin, habló.

Es una laguna cobijada por las alas de un cisne gris. El cisne planea tapando el sol y las alas arrancan palabras que parecen nadar en cada roce con el agua. Prismas sin sol no lanzan colores. El cisne está cansado y el agua ya no se puede tomar. Queda el sol olvidado, que no sabe resolver crucigramas, con todas las palabras enredadas en sus rayos. El cisne gris te mira. Necesita morir su respiro de agua entre tu sueño.

A pesar de que sólo había mosaico frío bajo nuestras piernas, yo recibí ese aleteo húmedo sonriendo triste en mi espalda. Cómplice de los ojos cerrados de Ruth, la Blanca. ¿Qué hacer con un cisne teniendo sólo mosaico por toda ofrenda de naturaleza? Imaginé una culpa tan grande como ese sol que las palabras de ella habían dibujado (había alargado exageradamente la vocal al decir “sol” luego de “prismas”, de una forma infantil que me hacía amarla sordamente, pero apenas unos contados segundos, como un flash, como la vida de un fósforo equivocado). Uno siempre siente culpa frente a Ruth, y ella se aplica en borrar todo vestigio de disculpa o de evidencia. Entonces uno siente culpa e ignorancia. Uno siente ganas de asesinarla, o de causarle un horroroso daño, sólo para encontrarle un motivo a la culpa que entorpece el propio enloquecer. Es más fácil ser culpable de un porqué. Pero ella es un hada maestra en entregar sus penas envueltas para un regalo que va presagiando continuamente cumpleaños propios, nuestros, aniversarios de penas vividas, amargos presentes que envuelven un pasado despintado, “una caja de crayones rotos”, dice y se ríe, con todos esos dientes blancos que parecen un cortejo olvidado en el Polo Norte. Una caja de crayones rotos. Suele usar esta frase para describir su infancia, y yo no puedo escucharla sin sentir inmediatamente el típico olor grasoso de los crayones, sin evitar asimilar esos colores a la sangre suelta, a la sangre fuera del cuerpo, liberada de las venas, a la sangre de Ruth vaciando su vida infante e inundando el mundo, crayones rotos, venas rotas, colores dispersos, sangre suelta, como vendida al peso, o por litro, o por pura pena sin medida. Y entonces levantarían vuelo sus discursos acerca del amor. Como si un artesano se quitara un chaleco bordado de esquizofrenia y detallara minuciosamente todos y cada uno de los hilos que lo componen. Colores, texturas, grosor, figuras, cariños huérfanos, botones malheridos y el brillo, siempre el brillo presente de algún sol que se atragantó al borde de una plaza con juegos despintados, sin nadie que la hamaque, sin agua gris en los bebederos oxidados. El amor y sus inobjetables daños colaterales. El amor y sus filos quirúrgicos de sombras en recuerdo. El amor y los murmullos asfixiados de cada latido en derredor. Y la gente del Asilo que escucha en silencio, con los ojos siempre cerrados y las manos entrecruzadas a manera de plegaria.

Es más fácil ser culpable de un porqué que ser el dueño de un puñal en pecho ajeno, ciego a su filo y sordo de su vaina. Y Ruth hace de los puñales un maravilloso mazo de naipes para construir el azar de una realidad que no se ancla jamás en ninguna cotidianeidad. Para eso está Ruth, la Azul. Para eso su silla de ruedas (jamás le pregunté por sus piernas), para eso su pulóver con cuello alto (jamás le pregunté qué oculta), su mirada de grandes ojos negros que vacían el espanto como una aspiradora, tan aplicada como desgarrada. Para eso, Ruth, la Azul, las manos que limpian lágrimas o vómitos, que ajustan un torniquete en el brazo mientras sus labios apretados parecen medir el exacto detenerse a tiempo de la sangre.
Cuando la miro en silencio, en esos silencios tan marrones de nuestro Asilo, llego muy fácil a la conclusión de que su cabeza es apenas una piedra tallada con un dejo de belleza femenina, de gracia caída por mera lástima. Y luego siento culpa por mi crueldad. Junto a Ruth siempre hay culpa, como un infinito desorden de sábanas insensatas rodeando una cama triste por y para siempre.

Pero sin ella, yo ya no estaría. Ese cisne aletargado de aquella tarde de oráculo y mosaicos fríos, ya hubiese doblado la curva del sol y estaría mucho más desinteresado de mi carne que yo mismo. O que mi madre misma, si acaso me hubiese parido a la antigua usanza, en vez de agitar ofertas en la mesa de saldos de clones por puro aburrimiento. No es fácil preocuparse por la propia carne cuando se nace de una fotocopia. Yo se lo había dicho en una noche de navidad a mi madre, pero ella sólo miró el reloj y me dijo que ni a Cristo dejaba yo nacer en paz. Mi padre rezaba, con el vello de su nuca erizado, pero por el fin del mundo, esa cosa quimérica que nunca terminaba de llegar. Lo recalco, yo, sin la Ruth Azul ya no estaría. Y hacía ya un largo tiempo que eso me había llevado a pensar en que los desdoblados no somos sólo un juego de redes, sino que todo es mucho más complejo. Como si Ruth, la Azul, y yo fuéramos la red de Ruth, la Blanca, pero a su vez la Azul fuera mi red y así consecutivamente vaya a saber hasta qué horizontes de complejidad. La gente que atiende en este lugar debe tenerlo más claro. O no. O quizá sólo dejan que todo ocurra y que todo siga su curso, sea el que fuere. A ellos les dicen los Serios y no tienen otro nombre porque no usan colores, o usan uno sólo, el blanco. Algunos los respetan y otros no, porque los Serios no tienen desdoblados, son solos. Sólo tienen su seriedad. Y los que no los respetan piensan que si no tienen a alguien que sea su red, o su abismo, no pueden entender nada. Pero yo creo que ellos saben, y que su seriedad es porque lo que saben es demasiado triste. Alguna vez se lo dije a Ruth, la Azul, en una madrugada de insomnio, mientras la Blanca volaba en fiebre y cantaba imitando a los delfines, y ella sólo me miró en silencio y sus ojos se pusieron mucho más brillantes que lo que nunca le había visto.

—¿Qué cosa le puedo aclarar yo a ella?
La palabra “claro”, la claridad, era un concepto utópico entre nosotros. Una iluminación que se acaba odiando a fuerza de desearla en vano.
—Es obvio que sólo te lo va a decir ella.
—Ruth, si tengo que pasar por esto, que se haga tu voluntad y no la mía.
Una antigua fórmula. Un rezo, supongo. Un algo escrito en alguna piedra enterrada debajo del océano. Y el cisne vuela cada vez más cerca del agua. Y del sol. Y de la penumbra encerrada entre mis dientes.
—Si tuviera voluntad, ya hace rato que te la hubiese regalado. Junto a mi destino. Envueltos en los músculos desnudos de mis brazos, los que mueven esta silla de ruedas.
—Le hubiera faltado un moño.
—El calor de mis ojos, contestó rápido.
—Casi que lo tenías todo pensado.
—Claro. Pero ya lo ves, nunca tuve voluntad.
—Es por eso que…
—Es por eso que Ruth, la Azul, está donde tiene que estar. Levantando, ayudando, recogiendo, limpiando, curando, cosiendo, cicatrizando, secando, escuchando. Callando.
Una antigua fórmula. Un rezo de desesperación rasada. Un algo escrito sobre la seda caliente del alma que aprendió a olvidar todo lo que le tatuaron.

Conduzco la silla de ruedas por el pasillo.
—¿Qué vas a hacer cuando ella se vaya?
Es una pregunta al oído, con los bordes de mis labios rozando el cuello de su pulóver azul.
—Ella no se va a ir nunca.
Es una respuesta al horizonte, como una piedra formando anillos en la calma desdichada de un lago artificial. Una mañana cualquiera. Mientras los pescadores miran.
—Eso es imposible.
Se lo digo bajando la velocidad con la que rodamos por el pasillo. No quiero llegar. No quiero verla. No quiero tocarla ni escucharla. Ni dejarla.
—Entonces decime qué es lo posible.
Y estamos ante la puerta del cuarto. La única respuesta. No puedo evitar pensar, con mi estupidez tan habitual como supina, en el tercero, el segundo y el primero. Y tampoco evito, esto ya a conciencia, pensar en que el primero debía de tener una respuesta clara, pero ya dije lo que la claridad provoca en nuestros ánimos.
Parados frente a la puerta del cuarto. Respuestas no hay. El tercero y el segundo habrían huido en algún amanecer de raro sol (cada vez era más extraño ver el sol, o eso que iba quedando a manera de sol) por las ventanas de la indiferencia general, de las miradas agachadas a fuerza de párpados de humillado cansancio muscular. Y el primero, sonreiría con esa inercia insensata que alberga todo dueño de una propiedad privada única.
—Incunable, dice Ruth, la Azul, sentada rígida en su silla frente a la puerta del cuarto.
—¿Qué?
—Incunable es la palabra que le falta a tu pensamiento. Una propiedad privada única e incunable.
A veces olvido la molesta capacidad de ella de leerme el pensamiento, pero de todas maneras es algo que casi nunca usa, o que sabe disimular muy bien. Jamás hace uso de esos datos, no al menos de manera evidente. Y esto me lleva a entender que mis pensamientos carecen totalmente de importancia para ella. Eso y la degradación de mi autoestima, es casi lo mismo. Pero de todas maneras ya no tiene mucho sentido esa preocupación de mi parte. Estar frente a ella es como pararme frente a un órgano propio, como sentarme al lado de mi hígado. Nada que simular.
Luego habla sin quitar la vista de la puerta cerrada. Ni mover la cabeza. Sólo su boca.
—El primero fue tu desdoblado, ya ido. El segundo sos vos. La tercera habita esta silla de ruedas. Y el cuarto es eso que tiene esa puerta por rostro.
Entonces pienso en que el juego de palabras ya patina demasiado en un hielo quebradizo. Que está bien que todo sea hielo en este instante. Que si Ruth, la Blanca, se está por ir, necesariamente todo debe helarse y entonces es lógico que un tonto juego de palabras patine por todos los pasillos del Asilo y acabe en nuestras bocas como una construcción tan sólida que causa espanto. El falso espanto de lo cierto. Pero la voz de ella es tan seria, tan de cera tallada en sílabas cobrizas y acentos como cuerdas afiladas, que no puedo más que creer.
—Como si la verdad tuviera algún valor, murmura Ruth, la Azul, tomando nuevamente el eco de mí pensar.
La puerta del cuarto se abre. Somos tres los sorprendidos, pero sólo una logra sonreír. Ruth, la Blanca, nos mira desde sus dientes, con las encías como el telón que aguarda el último acto para descansar.
—Lo siento, pero no se puede estacionar acá. En mi calle, los árboles trocan en grúas por las noches y levantan a todas las almas sencillas que, como enredaderas, se quedan a esperar el sol de las siete. Me he asomado más una madrugada por la hendija cómplice de la puerta y ni una sola queda. Todas son conducidas a remolque hasta el Depósito General de Incredulidades, en donde deben pagar la multa de su esperanza para que les liberen un poco, sólo un poco, de su aleteo magro y crepuscular. Y regresan. Yo sé que regresan. Pero cada vez un poco más olvidadas de sí mismas, más convencidas de ser otras, más deformes sus caras y más endurecidos sus ruegos, hasta que alguna noche sin luna (los árboles no trabajan sin luna que los convierta), logran atravesar la trama oscura y ver por fin el sol, pero ya para ese entonces no recuerdan quiénes son y reencarnan en cualquier cosa, un sillón, un albatros, un misil rojo, un carpintero, un jabón de glicerina… He visto cada cosa... Entonces pasen, entren, por favor.
—Nadie va a reencarnar hoy, no hay sol por buscar, no hay sol, en verdad, dice Ruth, la Azul, y yo entiendo que es el típico mensaje de una red que pretende ir conteniendo a un abismo que se asoma demasiado. Es obvio que no está en sus planes dejar ir o dejar morir a la Blanca, y es también así de obvio que no puede hacer nada al respecto. Ni tampoco entender esto último. Yo muchas veces pude ver que algunas cosas funcionan a la perfección simplemente porque alguna de sus partes ignora por completo que jamás podrá hacer lo que se propone. Pero nunca se lo dije a Ruth, la Azul; luego del brillo en los ojos de aquella vez, el miedo me pudo más. Y mucho menos a la Blanca, porque luego de escuchar que el cisne está cansado y el agua ya no se puede tomar, habría sido demasiado cruel.

Entramos en el cuarto. Sólo hay una cama absolutamente desierta. Imagino que el resto de las cosas deben estar en el primero, el segundo o el tercero. Esto debería preguntárselo a alguno de los Serios, pero ocurre que cada vez tengo menos ganas de hablar con ellos. Y a ellos parece pasarle lo mismo conmigo, me doy cuenta aunque no me lo digan. Ruth, la Blanca, se para de espaldas a nosotros bien en el medio del cuarto. Yo noto que hay una marca en el piso, hecha con pintura azul, y ella se cuida de pararse muy exactamente sobre la marca. Durante un largo rato los tres nos quedamos en silencio. Lo único animado ahí dentro es la tela del camisón blanco de Ruth, que ondea muy sutilmente sin que yo sepa porqué. Alguna corriente de aire. Alguna de sus extremidades rezando alguna ceguera. O han de ser todas las palabras enredadas en sus rayos. Sé que Ruth, la Azul, quiere hablar. Que necesita hablar, en realidad. O hablarse. Pero el hecho de que la Blanca me haya llamado específicamente a mí, le deja muda de reacción toda la voluntad ficticia que a lo largo del tiempo supo construir. En parte me da pena su silencio y me da ganas de acariciarla, pero esa es otra de las cosas que he olvidado con los años. Y no, no creo que los Serios sepan enseñar eso. Nunca los vi acariciar a nadie. Ni pedirlo. Y el oráculo dijo que el cisne planea, pero no acaricia el agua.

A esta hora me doy cuenta de que ni siquiera sé si es de noche. En este Asilo no hay ventanas que informen nada y una vez escuché decir a uno de los Serios que las ventanas sólo causan desesperación. La única que se atreve a imaginar negruras y soles es Ruth, la Blanca. En sus discursos, ese reloj marcó muchas veces el compás de la admiración en muchas caras, la sola idea de la ubicación del tiempo que atraviesa únicamente un universo de palabras. Ella sola se anima a decir qué es o qué no es, más allá de lo que no se llega a imaginar. Yo me callé siempre y supe que mi ser red, en esas circunstancias, pasaba por alentar el devenir de las cronologías que salían de su boca. Y me pregunté, tantas veces como pude, si valía la pena saber el estado de salud de ese reloj. Pero nunca me contesté.
A esta hora me doy cuenta de que no estoy preparado para aclararle nada. Que debía haber pensado en algo, al menos tener preparado algo, un saber, una certeza, una definición que la hiciera suspirar y entrecerrar los ojos, como cuando me aceptaba calmar la aguas para que las palabras naden en cada roce con el agua, por más que ambos supiéramos que todo no era más que una mutua conveniencia.

Ruth, la Azul, está en mi cabeza, pero no pretende escuchar mi pensamiento. Se pasea incómoda como quien pregunta qué cosa se supone que vamos a hacer. Y mi pensamiento, que es apenas como una fogata solitaria en una playa sin gente que le saque fotos, la mira caminar por dentro enmudecido, endurecido en su turbio mecanismo de relojería manchado de pasado. Sé que esto la enfurecería, si acaso ella pudiera tener tal sentimiento, pero sólo atina a refugiarse en la textura de su abrigo azul, que es algo similar a una metáfora de la impotencia, con su alto cuello, que es la metáfora de la asfixia que causa esa impotencia.
La mano derecha de Ruth, la Blanca, interrumpe todo esto haciendo un gesto. De espaldas, sin mirarnos, esa mano indica que me acerque. En la quietud del cuarto, es un pájaro demostrando cómo volar sin aire. Con mi mirada fija en los bordes del camisón que ahora no flamea, doy los pasos necesarios para colocarme frente a ella. El pájaro cesa el vuelo y la mano vuelve a caer sin aire al costado del cuerpo. Ella tiene los ojos cerrados. Miro, por detrás de su hombro, a Ruth, la Azul, que me mira a su vez, desde su silla, desde su abismo que se va poniendo pálido. En esta circunstancia, no puede entrar en mi cabeza. Con la Blanca en medio de nosotros no puede. Nunca supe por qué, pero la presencia física de ella en el medio se lo impide. La Azul lo sabe, y sus manos aprietan las ruedas de su silla hasta clavar las uñas en la goma.  A diferencia de su preocupación, mi ánimo está tranquilo. Aun en mi ignorancia y en mi falta de preparación para esta noche, respiro a un ritmo unísono con el aire inmóvil del cuarto.
—Hay, en el fondo de mis ojos, dos personas. Un hombre y una mujer. Están en un lugar oscuro que sólo tiene iluminación por detrás, como si fuera un pasillo que da al exterior. No se ven sus caras pero no me hace falta. Yo sé quiénes son. La mujer está sentada, pero ella no me interesa. Todo el hilo que mi vida necesitó ya fue tejido. El hombre está de pie, a su lado. Él es el que me interesa.
—¿Vas a abrir los ojos?
Mi pregunta recibe un tramo de vacío. Escucho a mi corazón latir un par de veces mientras la mujer que tengo parada enfrente acaricia el silencio con encanto.
—Claro. Voy a abrir los ojos, pero será la última vez.
Percibo nítidamente el ruido de la silla de ruedas al moverse, pero al instante la mirada fría y dura de Ruth, la Azul, me convence de que no ha tocado su ánimo en absoluto, de que resiste en el lugar. Y de que el ruido sólo ocurrió dentro de mi mente.
Al volver la vista a Ruth, la Blanca, sus inmensos ojos abiertos casi me tiran hacia atrás. Sin que entienda nada, con sólo un par de líneas de instrucciones que ahora mismo no recuerdo del todo, siento tan claramente como los mosaicos de aquella tarde, que el cisne gris te mira. Aunque, me interesa aclararlo, su mirada no está puesta en mí.
—No puedo cerrar los ojos, porque prismas sin sol no lanzan colores. Y la imagen que me interesa es sepia. Y el hombre parado dentro de mis ojos viste la oscuridad, el traje típico de mi ignorancia. Ahora… por lo que más quieras… y porque me va la vida en esto… por favor, necesito que mires adentro de mis ojos y me digas si el hombre parado tiene los brazos cruzados.
Yo me acerco lo más que puedo a su cara y, con mis ojos tocando sus pestañas, miro lo que no entiendo que pueda llegar a ver. Pero sí. Es verdad. En la negrura más honda y absoluta de sus pupilas hay una imagen. Tal cual la había descripto, una especie de pasillo oscuro, iluminado tenuemente por detrás, como si diera al exterior, con dos personas. Una sentada, con aspecto de mujer, y una de pie. Un hombre.
Noto su respiración cada vez más agitada y su cuerpo como si contuviese un temblor que la aletea en el abismo. La concentración inmensa en la que me abstraen sus pupilas casi no me deja sentir que Ruth, la Azul, se ha movido de su lugar, ha rodado con su silla hasta colocarse lentamente de costado, para poder eludir la interferencia con mi mente. Y desde allí me grita con un pensamiento de desesperación ronca dentro de mi cabeza:
—Si alguna vez apreciaste su vida, ni se te ocurra decirle la verdad.
No puedo verla, no puedo mirarla directamente sin sacar los ojos de las pupilas de Ruth, la Blanca, pero no me hace falta eso para ver que se le caen las lágrimas de los ojos y que mojan, como gestos en el vacío, su pulóver azul.
—Contestame, por favor. Queda el sol olvidado y mis párpados se hunden danzando junto al cisne. Contestame.
En mi mente busco una respuesta que no sea la verdad, la que estoy viendo en sus pupilas, que no sea la que desgarra a Ruth, la Azul, pero que, a su vez, sea la respuesta. Y acuden los mosaicos fríos de aquella tarde. Su última frase y su idea.
—El hombre está parado, al lado de la mujer que está sentada. Pero no. No tiene los brazos cruzados.
Un tenue movimiento en sus brazos me da la idea de que esto la ha desconcertado.
—¿Y qué está haciendo?
Ahora son mías las lágrimas que se van cayendo de a poco.
—Ruth… el hombre está soñando.
Necesito mirarla y me separo de sus pupilas. Unos centímetros. Lo bastante como para verla sonreír tan inmensamente como nunca la había visto. Sonríe con todo su cuerpo, enarbolándose de velas que trocan su camisón blanco en viento de nieve. Se agita. Se abraza. Se rodea con sus brazos y se contornea hacia el suelo, ovillándose en un remolino blanco que semeja una ola rompiendo en la costa.
Me agacho para mirarla, pero su cabeza se entierra entre sus rodillas. Sólo escucho su última frase, clara y cristalina, ineludible en su tono supremo de felicidad:
—Necesito morir mi respiro de agua entre su sueño.
Apenas logro pensar en la frase, llevármela en sentido y significado hasta la tarde aquella de mosaicos fríos, cuando miro en derredor y el lago salvaje de sangre se agiganta debajo del blanco del camisón. Una caja de crayones rotos. El cisne gris se ha detenido en mi espalda, húmedos también sus ojos y silenciado su vuelo. Y los dos nos quedamos contemplando el agua que ya no se puede tomar.

Algunas horas después, estamos fuera del cuarto, en el pasillo, con Ruth, la Azul. Los Serios están adentro haciendo las cosas que ellos hacen cada vez que alguien se va. Se mueven, caminan, limpian, preguntan, miran, anotan, hablan seriamente entre ellos.
Yo necesito decirle algo a Ruth, la Azul, algo que creo que ella sabe.
—Ruth, el hombre parado en sus pupilas… tenía los brazos cruzados.
Ella lleva un par de horas con las lágrimas vueltas roca adentro de sus ojos. Y su rostro contenido en un gesto de final perpetuo.
—Lo sé. Y también sé que la mujer sentada, por si no llegaste a verlo, estaba sentada en una silla de ruedas.
El último de los Serios sale del cuarto y cierra la puerta con llave. Nos mira unos segundos en silencio y se aleja caminando por el pasillo.
Ruth, la Azul, toma las ruedas de su silla como para marcharse, pero se detiene un instante pensando. Y luego me habla, mirándome con un brillo seco que me arruga el aire del pecho.
—Por las dudas, si alguno de los Serios te llega a comentar algo acerca de la muerte de tu hija, no les hagas caso. A ellos les gusta mucho inventar historias.
Ruth, la Azul, se marcha rodando sola por el pasillo.
Yo me siento en el piso y me abrazo a mis rodillas.
Queda el sol olvidado, que no sabe resolver crucigramas, con todas las palabras enredadas en sus rayos.

2 comentarios:

  1. Acabo de conversar con mi Desdoblado...
    acá va nuestro saludo unificado:
    ¡Fabuloso... Felicitaciones!
    ... y a disfrutar

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  2. ¿Está seguro de que tiene un desdoblado?
    Ojo, fíjese bien, porque puede ser que en su caso sea un "negativo" más que un desdoblado...
    Abrazos y gracias por las felicitaciones!

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