viernes, 29 de diciembre de 2017

En tres movimientos


Calixto asciende.
Embarrada, plenipotenciaria y astuta hembra de confines mágicos, aspira todas las migas del mantel más solitario del universo para desbarrancar los genes de su esfera simiente en un budín marmolado de potestad mustia, inconclusa, rayana en el espejismo lúdico de un solsticio apesadumbrado de hierbas desfiguradas. 

Calixto es transfiguración de rocío en prismas de gloria.
Aterrada, solventada y desnuda, yergue su cayado de almas devoradas en cuencos de ineludible plástico hermético, inviolable, mudo de estoicismos de frontera y desbordado de colores impíos, sólo para conocer el sueño más celeste de cada diamante que alfombra el camino al regreso. A esa vigilia la desenvaina cada vez que muere de hambre. Y la devora, vuelta enredadera de galaxias en flor, cada vez que un amanecer remoto le zurce dos o tres colores deshidratados de filosofía gentil. 

Calixto arriba al sendero de las uvas que orbitan su descanso.
Somnolienta, sempiterna y embalsamada en esfinge de bonsai sumido en rezo cuántico, sorbe en una sola mirada toda su infancia envasada en la uva deshilachada de estancos miedos dignos. La toma entre su dedos pulgar e índice y la aplasta en un estertor que corta en dos a la Vía Láctea, volviendo yogur adulto lo que fue infancia amamantada. 

Se sentará, luego, en el umbral del infinito, dejando que sus piernas cuelguen y se hamaquen sobre los remolinos del tiempo, allí donde los profetas surfean sus llantos más embelesados, y se aplicará a tejer, con los hilos que extrajo fileteando el útero de su madre, un futuro paralelo en donde Calixto cae, transfigurada de sequías, al pozo más profundo y más hastiado del vino de su cansancio.
Sonreirá sola mientras teje, mientras la historia le ondea el cabello, mientras el infinito le tiende su ternura por todo pan, toda luz y toda gloria.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Blanco


Faltan cuatro minutos para las dos de la madrugada. (Él siempre me decía que nunca eligiera números redondos, que son más creíbles los números que no coinciden con números redondos. Y, mientras hacía un gesto curvo con la mano, yo no podía dejar de imaginar manadas de números rodando por una ladera de verdades bien verdes, bien creíbles. Porque todo lo verde es creíble, así como verde está tan deletreadamente cerca de verdad). Afuera, el viento se lleva en cadencias espasmódicas muchas cosas que oscilan, vuelan o se arrastran, según cómo haya sido su historia y su origen. (Él remontaría para siempre esa redundancia de silencio sobre silencio llegando a término sin quejarse nunca de un sólo dolor. Pero yo no podía mirarlo sin imaginar que el culpable de la asfixia lenta era sencillamente el color blanco omnipresente).

    —Le dejo el barco donde siempre... Vea que hay viento esta noche... Vea...
Y un gesto mínimo tocando su gorra con dos dedos. Antonio se retira caminando por las piedras brillantes de humedad. (Él entornaba los ojos, como si de afilar las pupilas se tratase, cuando tenía por delante a Antonio. Decía que su costumbre de no terminar jamás las frases se debía a un falsedad oculta, a un esconder pasado o presente turbio). Las maderas del barco crujen quejándose del viento. Son sonidos cortos, repentinos, con resonancia fresca de camarote a obscuras. Desde mi ceguera, con mucha tranquilidad puedo pensar en ellos como en la voz perdida de la noche. (Él me tenía prohibido hablar de mi ceguera. Decía que ser ciego es vulgar, que cualquiera puede ser ciego, basta con arrancarse los ojos, por ejemplo. En cambio ver, ver pero ver de mirar y no sólo de tener los ojos abiertos, eso no es para cualquiera, decía él. Y yo siempre quise preguntarle si alguna vez se había arrancado los ojos, pero nunca se lo pregunté. Porque yo, en mis sueños, me los arranco cada vez sin que nada cambie).
    —Cuídese, Antonio, le digo alzando bastante la voz, aunque sin gritar. Y en la penumbra del sendero adivino el gesto del hombre, de espaldas, alzando apenas la mano, sin dejar de caminar algo encorvado. (Él disponía de cada colilla de cada cigarrillo en forma tal que su manera de arrojarla denotaba qué pensaba del otro. Siempre la lanzaba lejos, tomándola a presión entre sus dedos pulgar e índice, en un movimiento ya impensado, mecánico, automático. Luego, la dirección y el arco que describía era el indicador: cuanto más alto y dotado de gracia era el tiro, mayor simpatía; en cambio, un lanzamiento bajo, corto, o incluso rebotando cerca o rápido contra algún obstáculo, no era para nada una buena señal).

    —Esperando... Estoy esperando, nomás. Siempre, ¿vio? Como... como que todo eso que siempre es una gran sábana de agua que nos duerme sin querer, ¿no?, el río, bah, todo eso venga hasta mí y me lleve —y hacía un gesto ampuloso con las manos—, me levante y nademos así, sin nadar, pero con esa calma que tiene siempre el agua, porque el agua es... es calma, ¿vio?, calma siempre, por más olas que tenga o no, son como... como una bravuconada que no se le cree mucho. No... el agua es calma. Y nos lleva mansos, nos duerme, sólo hay que quedarse sentados acá y esperarla. Acá o...
    
    No es de hablar, Antonio, poco y nada. A veces ha soltado breves monólogos tropezados como ese. Me viene ahora a la memoria y no sé bien por qué. Supongo que el viento. El verlo adivinado en ese irse por la noche hastiada. El sospechar como sospecho del blanco que lo ocupa todo. (Él, creo yo, acabó por enamorarse en forma tan infantil como insana de la redundancia del silencio sobre el silencio. Y al fin, cuando el blanco omnisciente cantaba su jaque al rey sin siquiera torcer los labios, él ya sostenía en sus manos frías y nudosas algo que le sabía a eternidad: un amor que lo trascendería, un caminar de pasos cerrados en ese bosque tan silencioso como imperceptible para quien no estuviera envenenado de blanco).

    —¿Cómo era mi padre?
    Suspira, Antonio, y se acomoda inquieto en su silla blanca, con la sonrisa más apagada y triste que se puede superponer a esa hora de la noche.
    —No era un hombre fácil... No... Yo le diría que, en realidad no lo diría yo, lo que se decía siempre era... Bueno, ya se sabe cómo es la gente. Somos gente, claro. Todos. Su padre, por decirlo así, no esperaba que nada se lo llevase. No era como yo. Él se sentaba en la orilla y miraba al río como diciéndole: "algún día te voy a beber entero y todos los que caminen por el lecho seco van a recordar mi nombre". Yo le miraba los ojos, ¿sabe?, le miraba los ojos cuando él miraba. Hay que mirar a la gente cuando mira otras cosas u otras personas para enterarse de las verdades. Las verdades que se callan fácil cuando se mira de frente, se escapan como fantasmas infantiles cuando se mira creyendo no ser visto. Y este hombre, su padre... bueno...
Hago un gesto alzando una mano, alzando las cejas y sonriendo un poco, como invitando.
    —¿Bueno?
    Antonio pierde los ojos en el lecho del río. Hasta allí se han ido a caer sus miradas y su nula preocupación por mi invitación a que siga hablando. Parece que lo que está meditando es infinitamente más fuerte e importante que mis preguntas o mis esperas. O que mi persona, directamente. (Él siempre me decía que tenía que vestirme de muelle, si estaba en el muelle, y de barco, si estaba a bordo. Que lo más importante no era que nadie me mirara, si no que nadie me viera, y que ambas cosas para nada eran lo mismo. Él decía mimetizarse, marcando cada sílaba con un vaivén categórico de la mano y un brillo en los ojos).
    —Antonio, ¿qué había en su mirada?
    Quizá la pregunta directa, sin sutilezas o esperas, funcione mejor. 
    —Su padre, tiene que saberlo, no era de tomar. No... casi nunca. Él dejaba que tomaran los otros, pero el callaba bien callado su garguero y no le hacía al alcohol. Sin embargo, una noche, acá mismo, apenas unos metros más allá en el muelle, estaba un poco mosqueado por algunas ginebras que habíamos tomado juntos. Y los ojos le brillaban. Miraba el río al trasluz, como si tuviera el deber de respirarse toda el agua y regalarle el oxígeno a alguien que lo necesitase. Y los ojos le brillaban... Mientras, yo lo miraba mirar... pero ningún agua frenaba esas pupilas. Y había algo concreto en esa mirada, algo material. Así que así, como le decía, mirando mirar, fue que la conocí.
    Hace silencio. Antonio calla y se ladea la gorra como quien quisiera dormir. O salirse del presente.
    —¿Conocer?... ¿conocer a quién?
    —A su madre, claro. 
    —¿Mi madre?
   —Claro, a la mujer que el río blanco le llevó de los brazos. Nunca la había visto, jamás. Apenas sabía que había existido y más por mentas que por su padre. Él no hablaba jamás de ella. Pero bueno... claro, ella estaba en su mirada. Imposible disimular esas cosas. 
    Siento un frío violento en los brazos. Como si hubiera equivocado alguna puerta y estuviera en la vida equivocada. Antonio es el guarda del tren que mira mi boleto y me informa que ese tren no va adonde yo quiero viajar. Y afuera, todas las ventanillas vomitan noche sobre los asientos y yo tengo la seguridad de que ya nunca voy a poder bajar.
    Antonio se para, tomándose la cintura, algo encorvado, me pone una mano en el hombro y mira hacia el borde del muelle. 
    —Me voy. Este viejo tonto ya habló demasiado por hoy y se está poniendo frío. Mañana salgo apenas haya luz, déjeme la llave en la caja gris, donde siempre. El barco está listo. 
    Todas frases que se caen de mis oídos como el deshielo de una montaña transparente. Antes de que se aleje, le tomo un brazo al pasar y le digo con voz ronca:
    —Antonio... cuénteme cómo era mi madre. Y por favor no me diga que jamás la conoció porque yo sé que no puede mentirme acá, delante del río que alguna vez se lo va a llevar.
    —No... claro, no... ¿mentir?, no tengo por qué. Pero sólo tengo lo que vi aquella noche en aquella mirada y nada más. 
    —Es más de lo que tuve yo, en toda mi vida. 
    Antonio calla durante unos segundos largos y deja que mi frase sea pulida en silencio por el cariño de las maderas húmedas del muelle.
    —Su madre era una mujer blanca, con unos brazos que ondulaban en la misma calma que el agua y unos ojos del color del lecho del río, porque era ciega su madre, ¿sabe?... Pero lo más importante de todo es que ella era una mujer blanca, blanca igual que el río blanco, no de piel, de alma, digo... Era importante eso porque ella era del río y por eso volvió a él. Simple, ¿no?, muy doloroso, muy simple también. Todos, vea... todos estamos en camino a casa, a lo que sea que fuera nuestra casa, pero en camino. Todos estamos regresando. Y eso estaba en la mirada de su padre, aquella noche. Llámele embrujo del alcohol o dolor atragantado, pero esa noche su padre andaba con ganas de contar algunas cosas. Y lo hizo a su manera, en ese completo silencio con el que se vestía, pero dejándome que mire su mirada. 
    Luego de unos segundos, comprende que yo ya no voy a hablar. Me palmea apenas el hombro y se va caminando, dejando un "adiós" apenas murmurado entre sus pasos arrastrados. 

    Él siempre colgaba el sobretodo en el mismo gancho amurado a la pared, cada vez que regresaba del muelle. Luego, revisaba meticulosamente los bolsillos uno por uno sacando sus cosas personales y acomodándolas en una repisa. Odiaba que lo mire hacer eso y, entre muchas otras reglas, me tenía terminantemente prohibido tocar sus cosas. Por eso, ya de grande y entendiendo, evitaba mirarlo y solía dejarle ese rato en paz. No se me escapaba que, luego de colgar y acomodar todo, solía sacar un papel del bolsillo del sobretodo y sentarse en la cama a mirarlo. Digo mirarlo y no leerlo, porque mi padre era analfabeto, no sabía leer. Sin embargo, más allá de la intriga que me causaba ese ritual sin sentido, jamás me atreví a revisarle nada. Podía más el miedo a su enojo que mi curiosidad. 
    La noche en que finalmente murió, y en medio de un estado de shock, tan sereno como devastado, lo primero que hice, aun entendiendo lo tonto de mi acto, fue ir a revisarle los bolsillos del sobretodo en busca de ese papel que noche tras noche le había visto mirar absorto sentado en la cama. Lo encontré fácil, rápido, obviamente no había tantos bolsillos. Lo tomé como si fuera un objeto sagrado y me senté en la cama, casi en el mismo lugar en donde se sentaba mi padre. Lo abrí, lo miré y lo revisé detalladamente por ambas caras. Era un papel en blanco. Completamente en blanco. 
    Hoy, luego de tanto tiempo y luego de las palabras de Antonio, entendí ese papel, entendí a mi padre y entendí qué mujer era mi madre. Entendí que la única carta de amor que una mujer blanca de río podía dejarle a su pareja analfabeta era precisamente un papel en blanco. Entendí que la redundancia de silencio sobre silencio de mi padre, encontraba cada noche, en ese papel en blanco, todas las palabras que él precisaba de su amor. 
    Y entendí, finalmente, que ahora tenía el pasaje correcto en la mano para mi regreso a casa.


viernes, 8 de diciembre de 2017

Siempre se van en un auto

Cierran la puerta, la última, y nace un mundo distinto adentro. Es un mundo que se separa del que habitamos los que estamos mirando. Cierran la puerta y ahí está ese planeta que nació, con una atmósfera de vidrios oscuros y formas difuminadas que se adivinan a través de cielos reflejados. No arrancan enseguida. Hay un lapso mínimo en el que ocurren cosas adentro del auto. Cosas que no sabemos. Cabezas que giran. Alguna conversación de frases rápidas y gestos mínimos de manos. Se señala hacia adelante, hacia los vidrios y atmósferas que los rodean. Desde afuera el sentimiento es el mismo que ante un planeta nuevo. Interrogantes. Habitantes. Y sabemos que acaban yéndose. Siempre. Luego de ese lapso de nada o de actos ciegos al exterior, el auto se mueve, frena apenas como una gentileza de un mundo nuevo ante un universo viejo, y luego sí, ya sale a la nueva vida de mundo nacido. Y se lleva a sus habitantes consigo. Y los que miramos somos invadidos por el desasosiego y la desolación de saber que jamás volveremos a verlos. Como en una visita de mundos, de planetas que se acercan y se orbitan para luego desanudarse y saltar a saborear el vacío obscuro. Jamás. Jamás volveremos a ver a los mismos seres. Cuando bajen del auto serán otros, serán los anodinos y obtusos que ignorábamos y evitábamos antes de su experiencia estelar. 

    El auto sabe. Todos los autos lo saben. Callan, con ese brillo de silencio color gris, o celeste o rojo deportivo y rapaz. Callan y mantienen sus faros indiferentes, como jugadores de póquer sentados a la mesa en la que se disputa cada universo, cada noche. Saben y callan, fingiendo interés sólo por la presión de los neumáticos, por el estado de la batería, por la nafta. Saben que son mundos portátiles y descartables. Uno nuevo cada viaje. Uno más, con cada puerta cerrada. Uno, con cada ser que se va. 

    El hombre baja la ventanilla y el viento lo invade. Lo levanta del asiento. Lo estrella contra el techo del auto y, rebotando caóticamente, lo expulsa. El hombre remonta el cielo, sintiendo una opresión letal en sus pulmones. Muere, en un parpadeo tenue, en una canción salada que se le pegotea en los labios, y se invita a mirar con calma el delineado de la ruta allá abajo, por donde ahora transita el auto solitario, acéfalo de volante o manos directoras. Él se recuesta cansado en una corriente de aire tibio. Su saco flamea en la tarde soleada. Cierra los ojos y la agenda de su mente le indica etiquetas de prioridades. Allí, girando no muy lejos de ciertas nubes, toma su celular y marca el número de su esposa. Tendrá que ir a buscar al auto. No, él ya no puede. Sí, está estrellado contra un árbol a la vera de la ruta. No, él no estaba en el auto. Sí, sí, se había bajado antes. No, no está vivo. Nunca más. Y sí, claro, la ama. 

    Cierran la puerta y ambas dimensiones se desgarran. El que mira, fuera, y el que ya no mira, dentro. Aceleran y los mundos se derriten un poco, se solapan. El rumor del motor es el mantra adormilado de las dimensiones que fingen estoicismo pero copulan en transversal optimismo de amistad planetaria. Quieren ser una. Quieren parir un espejo retrovisor que las muestre en el asiento trasero sonriendo y cantando rumbo a su destino. Pero el optimismo se lacera con cada cierre de puerta, con cada traba automática, con cada vidrio levantado. Nunca bajan los mismos. Suben seres de un color y bajan arco iris de espectro estropeado, con infrarrojos desenfocados y similitudes apenas abocetadas en clave antropomorfa. Pero sólo los autos lo saben. Y callan. Cierran sus puertas y arrancan, con una astilla de húmeda culpa clavada entre sus bujías. 

    El hombre frena en el semáforo. Se mira las manos en el volante. Se mira las uñas. Extiende los dedos y vuelve a cerrar el puño. Delante de su auto, el universo se pliega con un chirrido agudo de galaxias en agonía. Antes de que el semáforo se ponga en verde, todo se pone en negro, en vacío y en la nada. El murmullo del aire acondicionado le dice que es su última oportunidad de respirar, que si lo apagara ya no le quedaría más que nadar, con largas brazadas, a través de la nafta de su tanque hasta llegar al más allá. Más allá del parabrisas, el universo plegado acaba de triturar las últimas estrellas y cae, amorfo y blando, hacia la laguna efervescente del botiquín de Dios, que lo mira serio. El brazo izquierdo se le desprende y activa, sin querer, el guiño. La luz naranja y parpadeante en el tablero le hilvana los ojos a su recuerdo. Busca el celular en el saco con su mano derecha y llama a la esposa. Tendrá que venir a buscar al universo justo abajo de su auto. No, él no lo atropelló, él respetó el semáforo pero todo fue inútil. Sí, que llame también a su abogado. No, no para él, porque él ya no está, para el auto. Sí, todavía respira pero sólo hasta que se apague al aire acondicionado. Y sí, claro, está llorando.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Si la tarde olvida el cielo


Tengo una palabra sola

en cada una de las dos
manos.
Tres veces repetida por cada dedo
al acariciar por cuarta vez hoy
los cinco sentidos de mis seis cegueras.
Tengo sólo la palabra
hemeroteca,
asida entre los pliegues de la palma,
como si la última pluma 
del primer recuerdo 
del eterno abismo
cayera en una violenta arpa,
cayera en una gastada gracia,
cayera y cayera por vez tercera
hasta cerrar en frío mis párpados
y acunar pupilas de gasa tibia
con la visión caliente del cielo dado.
Tengo apenas la palabra
hemeroteca,
como si el amor eterno a la memoria
olvidara el sadismo en continuado
del recorrido por toda noticia,
por toda letra y número, todo consuelo,
todo aviso y todo recuerdo,
diario, edición y tinta en ciernes,
calando con bestial draga en mi quicio.

Queda sólo la palabra

obituario,
sonriendo gris desde la cerrada
hemeroteca,
llevando mi nombre en alto
y agitando la última tenue pluma
contra mis seis cegueras.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Si la tarde equivoca el cielo


Podría ahorcar el símbolo.
Destapando cada rosa y cada oliva
y cada marino en un cada tanto.
Simbolizar el vuelco,
triturando el abrigo del asiento
en voz padre.
Simbolizar el trueno de roja fragancia,
en cada perla de parpadeo 
zurcido a esta brisa.

Podría mostrar el ínfimo
festejo mortal de cada fiebre salmón,
de cada camisa de ocre repatriado,
de cada hostia en hueso de borrador.
Podría simbolizar
cada podría de cada símbolo
y terminar mirando de cara al sol,
de sonrisa a cada estrella,
de llanto a cada ahogo
y, de tanto en tanto,
cerrar por un instante la puerta,
dejándome caer,
en la noche.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Si la tarde no encuentra el cielo


Continuando con la vespertina maldad
osada
dormite que desolada 
va
salitre
en voz manifiesta de descarne y deidad
sabemos cómo es por lo bajo
sabemos dónde, cuándo y qué tajo
ya no perder, ya no asir ni ver 
cocer
en cada meseta de cada oído
ya no caer en lo alto de la gregaria
luz
- puerta -
hilado del embebido pestañeo
dejado a la caridad siempre matutina
- siempre -
continuada
en una maldad por escalón
y en una osadía por toda
baranda

miércoles, 1 de noviembre de 2017

viernes, 16 de junio de 2017

A Maca


—Están hablando de Macarena —dijo Ezequiel. 
Se le cayó el durazno que estaba pelando. Lo miró estrellado contra el piso y supo que el murmullo de la televisión era una pesadilla que comenzaba. Lo supo aún antes de agacharse a recoger el durazno. 
Ezequiel, con los ojos agrandados, lo miraba señalando con un dedo rígido la pantalla del televisor. Una foto, familiar, ocupaba la pantalla, con una banda roja con letras blancas, por debajo de la foto. El durazno resbalaba ahora entre sus manos, igual que las letras blancas que no alcanzaba a descifrar. No había caso, no se ordenaban. Apenas si se animaba a adivinar un “Hallan” pero no había caso con las otras letras. 
Ezequiel se tapaba la cara con las manos. Eso no ayudaba mucho. La foto era tan familiar que el televisor parecía un mueble alojando un portarretrato. Conocido. Rutinario. Ausente. 
Por segunda vez el durazno fue al piso cuando su hijo Ezequiel lo agarró de los brazos. Gritaba. Temblaba. Decía cosas. Otras letras se iban ordenando en la banda roja de la pantalla. “Desaparecida”. Y la foto. Algo tan raro. Tan familiar. 

* * * 

—“Ha… ma… ca” —le pareció escuchar. 
El bracito de los tres años de Milena se estiró señalando la otra punta de la plaza. Él lo miró, siguiendo el recorrido del dedo índice hasta los juegos. 
—¿Hamaca? —le preguntó a su hija, y ella lo miró extrañada. Seria. Extrañamente seria para estar pidiendo un juego. 
La alzó a upa y la llevó hasta la hamaca naranja. La sentó. Milena lo miró otra vez seria, como si su padre no la entendiera. Él comenzó a hamacarla. Estaba anocheciendo y se ponía frío. Tendría que llamar a su otra hija, que jugaba algo más apartada, y regresar los tres a casa. Hamacaría un ratito a Milena. 
En la otra punta de la plaza, un auto arrancaba dejando el grito de sus neumáticos por detrás. Algo se le enredó a Milena en su columna vertebral, algo frío y espeso que no la abandonaría nunca más.
Luego de un rato se dio vuelta y miró a su papá para que ya no la hamacara más.